lunes, 23 de noviembre de 2009

LOS RESISTENTES / RODOLFO PUIGGROS

ESTRENO EN LA BIBLIOTECA NACIONAL
Sábado 5 de diciembre - 15 hs.
Sala "Jorge Luis Borges"

Los resistentes. Relatos de la lucha clandestina entre 1955 y 1965 (Argentina, 2009) - 165 min. DIRECCIÓN Alejandro Fernández Mouján. GUIÓN Alejandro Fernandez Moujan, Martin Rodríguez. PRODUCCIÓN Sebastián Mignogna, María Vera. IMAGEN Alejandro Fernández Mouján. MONTAJE Vanina Milione. SONIDO Lucía Jiménez Salice. PRODUCIDA POR El Perro en la Luna SRL.

El próximo sábado 5 de diciembre, a las tres de la tarde —con estricta puntualidad—, se exhibe esta película documental que recoge experiencias de la resistencia peronista, por medio del testimonio de algunos de sus protagonistas. La función tendrá lugar en la Sala Jorge Luis Borges de la Biblioteca Nacional, Agüero 2502 de la ciudad de Buenos Aires.

Al decir de sus distribuidores, el documental aborda la “anormal, desmesurada, alucinada odisea de la Resistencia frente a la violencia y el odio desatados por la dictadura de la 'Revolución Libertadora' en 1955".

Acompañando el estreno en un lugar tan emblemático como la Biblioteca Nacional, ofrecemos fragmentos de un texto muy poco difundido de Rodolfo Puiggrós sobre la "Fusiladora", publicado en 1959. Se trata, en realidad, de la versión taquigráfica de una charla que tuvo lugar —como parte de un coloquio con múltiples expositores— el 22 de agosto de 1958, en la Facultad de Derecho de la UBA (a poco de debutar el gobierno de Arturo Frondizi).



(...) Durante el período comprendido entre el 16 de junio y el 16 de setiembre de 1955 se observaron tres notables acontecimientos que decidieron el desenlace:

1. Un conflicto sorpresivo y arbitrariamente promovido entre el Estado y los altos dignatarios de la Iglesia Católica. La jerarquía eclesiástica podía tener razones para desear la caída del gobierno peronista (el poder de la Fundación a costa de la beneficencia clerical y aristocrática, el ascendiente de la clase obrera organizada, etcétera), aunque fue favorecida con la enseñanza de la religión católica en las escuelas y toda suerte de privilegios; pero es inexplicable que el gobierno peronista haya aceptado la provocación, si no se tiene en cuenta la labor disgregadora de elementos infiltrados en sus propias filas. La movilización de gentes notoriamente anticatólicas, que siempre lucharon contra la Iglesia y en 1955 manifestaron junto al clero, demuestra el carácter político de ese conflicto.

2. El anuncio de la firma de un convenio con la empresa yanqui California, que si alarmaba a ciertos sectores por la magnitud de la concesión, también alarmaba a otros sectores porque nos emancipaba de las importaciones de petróleo inglés, con las consiguientes consecuencias en las relaciones con Gran Bretaña (venta de carnes, tipo de convenios, etcétera).

3. Las vacilaciones e indecisiones del gobierno frente a la evidencia de una vasta conspiración y su temor a dar pasos revolucionarios concretos con la ayuda de las masas populares.

4. La ruptura del frente nacional y de la unidad en las fuerzas armadas como resultado de la actividad disolvente de los viejos dirigentes políticos impotentes y desplazados.

5. La descomposición interna del Estado nacional por la infiltración de esos mismos elementos y la insistencia de otros en dar marcha atrás en la política iniciada en 1946.

(...) Todos los sectores políticos y grupos sociales no peronistas participaron, en mayor o menor medida, en la organización del golpe militar. También participaron grupos desprendidos del peronismo, que lo acompañaron durante su gestión. Esta escisión fue particularmente notable en las fuerzas armadas y entre los nacionalistas —salvo en la Alianza Nacional Libertadora— y decidió el triunfo golpista.

Los militares y marinos golpistas ejecutaron una operación largamente acariciada y elaborada por los políticos liberales de las distintas tendencias. Estos consiguieron, a mediados de 1955, atraer a sectores de la burguesía y la pequeña burguesía (conflicto con la Iglesia, petróleo, miedo al proletariado, etcétera), inmovilizar a otros sectores y provocar suspicacias y rupturas entre las fuerzas armadas y la clase obrera organizada.

Ninguno de los partidos se salva de responsabilidad por el golpe del 16 de setiembre. Es indudable también que tanto Gran Bretaña como Estados Unidos estaban interesados en el derrocamiento del gobierno peronista. La política imperial británica había perdido posiciones decisivas en la Argentina durante los diez años anteriores y al Departamento de Estado no podía calmarlo el convenio con la California, puesto que su problema de fondo en todo el mundo colonial, y especialmente en América Latina, consiste en no dejar que se desarrollen movimientos populares de raigambre nacional.

(...) Los ideólogos y políticos liberales fueron los más encarnizados y consecuentes enemigos del peronismo desde 1945, pero por sí mismos, repetimos, jamás lo hubieran derrocado. Estaban, por decirlo así, fuera de la historia. Esto explica que el paso decisivo no lo dieran ni los militares ni los civiles liberales, sino los militares y civiles nacionalistas, complicados a última hora con aquéllos.

Si bien el dispositivo militar-golpista estaba en sus manos, los nacionalistas no podían prescindir de los liberales. Necesitaban su apoyo para asegurarse la victoria, sin advertir, o aunque lo advirtieran, que ese apoyo no sería más que el preámbulo de su derrota. Porque al general (Eduardo) Lonardi y sus consejeros los inspiraba una idea utópica de la política, como lo es toda idea que mira hacia el pasado en esta época de grandes y continuos cambios.

Querían devolver el poder a las viejas clases dirigentes —como lo expresó con claridad Mario Amadeo en Ayer, hoy, mañana—, desarrollar los temas nacionalistas de 1943 y atraerse la voluntad de las masas. Su problema parecía reducirse a separar a Perón del gobierno, porque los "había estafado". Y luego seguir adelante con Lonardi. El patriciado volvería al poder, pero esta vez para ayudar a los obreros a emanciparse y al país a ser independiente. Ni la Argentina ni el mundo están para semejantes paternalismos, propios de la Roma de los "pater familiae".

Entretanto, los liberales veían consumarse el primero de sus objetivos: el derrumbe del gobierno peronista. Mientras los nacionalistas hacían equilibrio en la cuerda floja de su utopía conservadora, ellos se dispusieron a borrar años de historia. Un halago derretido al oído de un general, un pequeño empujón y, al fin, en la Casa Rosada, como ministros o como consejeros e inspiradores de los ministros, que a veces resulta más efectivo.

Diagnosticaron que la Argentina había sufrido una especie de "encefalitis letárgica", aunque no se ponían de acuerdo sobre la fecha; unos decían que desde el 6 de setiembre de 1930 y otros desde el 4 de junio de 1943. Decretaron que la Argentina no había existido durante el gobierno peronista y que si había existido no merecía existir. Y llenos de gozo se dispusieron a empezar de nuevo. La Argentina viviría la orgía del liberalismo.

(...) La "revolución libertadora" se propuso dos objetivos esenciales: destruir las estructuras y los dispositivos político-sociales creados por el gobierno peronista y edificar sobre sus ruinas un régimen de libertad. y democracia. Tales fueron sus promesas declaradas y reiteradas.

Veamos cómo cumplió la primera parte de su programa:

a) Ocupó las sedes, expropió los bienes, apresó y condenó a los dirigentes y declaró la ilegalidad del partido peronista.

b) Expropió y destruyó la Fundación Eva Perón y todas sus dependencias.

c) Ocupó militarmente e intervino a la C.G.T. y a los sindicatos y apresó y condenó a sus dirigentes.

d) Llenó todas las cárceles del país con militantes del peronismo- y del movimiento obrero.

e) Fusiló a militares y civiles.

f) Prohibió por decreto el nombre, las insignias y las canciones del peronismo.

g) Dejó cesantes en las universidades, colegios y reparticiones; públicas y estatales a los peronistas.

h) Entregó los diarios a los políticos liberales, lo mismo que las radios y la televisión.

Los fines de la "revolución libertadora" se cumplieron estrictamente en sus aspectos nihilistas o destructivos, aunque no faltan “libertadores” consecuentes que desearían llevarlos hasta el exterminio. físico de millones de argentinos y el arrasamiento absoluto de cuanto signifique economía y propiedad sociales y brote espontáneamente del pueblo o represente el germen del poder obrero.

El cumplimiento de la segunda parte estaba subordinado al cumplimiento de la primera parte del programa. La libertad y la democracia que prometió tenían que edificarse sobre la negación de la libertad y la democracia de las grandes masas que siguen siendo peronistas. Los ideólogos "libertadores" resolvieron la contradicción con despampanante facilidad: declararon que el pueblo está con la democracia, y la libertad únicamente cuando vota a ellos y es "chusma servil" o "aluvión zoológico", partidario de la tiranía, si insiste en elegir a Perón.

Había que convertir a la "chusma peronista," en "pueblo democrático" para asegurar el éxito del último fin de la "revolución libertadora": el traspaso del poder, en comicios legales y dentro de las normas de la restaurada Constitución del 53, a un gobierno que diera seguridades de continuidad, a propios y extraños, del cumplimiento de los "objetivos revolucionarios".

Esta salida "legal" y democrática" se vio facilitada por el apoyo del peronismo a la candidatura del doctor Arturo Frondizi. En la medida que el actual presidente es consecuente con los principios que lo inspiraron en la lucha contra el movimiento de emancipación nacional y justicia social que nació un día de octubre de 1945, podemos afirmar que los "fines" de la "revolución libertadora" se están desarrollando hasta sus últimas posibilidades.

domingo, 15 de noviembre de 2009

URUGUAY: LA LIGA FEDERAL DE 1950

Por Alberto Methol Ferré

Ahora que acaba de fallecer, Alberto Methol Ferré está definitivamente afincado en su fenomenal obra ensayística, historiográfica y periodística. Ya no existe nada que pueda separarlo de allí; ni de la memoria de quienes descubrimos o confirmamos el drama de la desintegración iberoamericana en alguno de sus escritos.

A continuación, reproducimos fragmentos de la obra La crisis del Uruguay y el imperio británico que publicó la editorial Peña Lillo, en 1959, para su colección “La Siringa”.

Aquí, Methol Ferré analiza las causas del movimiento rural que desembocó en la creación, en 1950, de la Liga Federal de Acción Ruralista, liderada por Benito Nardone, surgida al margen de los partidos políticos y destinada a organizar a los pequeños y medianos productores.



Las masas rurales se han caracterizado por su actitud refleja, de reacción, ante acontecimientos que les "llegan" y no "hacen". Son el colmo del "estar".

Muchos factores se congregaron para dar razón de tal hecho. La dificultad de una acción colectiva es esencial. Produce una serie de movimientos locales, nunca globales. De ahí lo indirecto de su presión entre los poderes públicos, que residen y están amurallados en las ciudades.

(...) La acción campesina es silenciosa, cavilosa. Sus reacciones son lentas, de difícil coordinación. Además, los recuerdos y fidelidades le traban la percepción despejada del futuro. El campo ha sufrido en la historia moderna de un perpetuo anacronismo; va siempre un paso atrás de los hechos. A lo más, se ha logrado “empujarle” en coyunturas críticas, como ha ocurrido en varias revoluciones sociales de este siglo.

En nuestro país, la poca intensidad de la sociabilidad rural, la índole de actividades agropecuarias, facilita la soledad, la parquedad, la primacía de la memoria. Se tiene tiempo para sopesar cosas dichas y oídas, puesto que las relaciones dejan un natural intervalo a solas, sin el bombardeo ininterrumpido de palabras que implica la vida urbana.

El diálogo campesino va al tranco, pausado, venciendo el silencio; el ciudadano tiene que recortarse, recogerse, de la habladuría permanente para alcanzar la intimidad. La propaganda tiene que ser estridente, dominar y destacarse entre el ruido; en el campo tiene que colarse con suavidad, madurar sin perturbar los silencios, tener la paciencia del turno de cada estación, sin la uniformidad y la impaciencia de las máquinas que si no se mueven siempre al máximo fracasan.

El descanso de las máquinas y las ciudades es fatal, o diversión. El descanso en el campo sólo por accidente es diversión y se confunde con esperas necesarias. Su desajuste con la "actualidad", la falta de información, su dispersión, le empujaban al paladeo del recuerdo, como en los payadores y los viejos narradores. El ámbito histórico de los campesinos —a pesar de sus desgracias— tenía algo de fantasmal y añejo, de acogedor, pues hay una magia propia de las ausencias retomadas, contadas.

Hay una poesía inherente a la memoria. De ahí el arraigo y la espontaneidad de lo "blanco" y lo "colorado", que constituyen el fondo épico de nuestra historia. Es que la memoria fundamental de los pueblos es épica. Sin épica propia no hay pueblo original. Por eso el campesinado es fuente "nacional" por excelencia de los pueblos, la vida enraizada en las tradiciones vividas, el gran asimilador.

(...) La economía agropecuaria no es puramente lucrativa, porque si bien el tipo de empresa capitalista se realiza, se cumple bastante bien en los terratenientes, que no en vano se adelantaron y fundaron hace varias décadas la Federación Rural, y hace una década proliferan en sociedades anónimas.

(...) Lo decisivo es que la explotación agropecuaria tiene un ritmo que no es maleable a voluntad. Podemos acelerar la construcción de un edificio de manera apreciable, pero no podemos comprimir el tiempo para obtener el trigo. Los factores naturales juegan un rol más importante que en la ciudad. Las lluvias, sequías, plagas, etc., son irracionales que asaltan de improviso e introducen un aleas mucho mayor que en cualquier industria.

En suma, la estructura misma de la producción agropecuaria es difícil de racionalizar, y por ende hay una irremediable imprecisión contable. En su conjunto, los costos agropecuarios terminan en el misterio, dada la variabilidad e incertidumbre de los factores (incluso la gran heterogeneidad de los suelos uruguayos desde el punto de vista físico).

El margen de lo que escapa al dominio del hombre es mayor que en las industrias urbanas. Esta situación económica hace que el campesino no esté integrado completamente al capitalismo, a su psicología. Que conserve con tenacidad memorias del viejo mundo semifeudal de la estancia cimarrona o las emociones de las divisas tradicionales, y toda una constelación de valores que no cejan al impacto de lo calculable.

Sin embargo, hoy estamos frente al más sorprendente fenómeno rural. Algo que no tiene precedentes en nuestra historia. Ese fenómeno se objetiviza y documenta a través del surgimiento público de la Liga Federal.

Las notas singulares que la caracterizan significan una verdadera revolución psicológica en nuestra campaña. En efecto, es por medio de esta institución que las clases medias rurales han iniciado una nueva etapa de su vida, han iniciado el tránsito hacia otras formas sociales y políticas. En vez de limitarse a reivindicaciones inmediatas, avanzan sobre el terreno nacional, en búsqueda de una futura reestructuración general del país.

A primera vista no puede menos que sorprender ese "futurismo" rural. No hay política auténtica, política que quiere adelantarse a los acontecimientos, sin un proyecto —que cabalga sobre esos mismos acontecimientos— que abra el futuro. ¿Cómo es esto posible si el campo es naturalmente tradicional; si tiene una propensión a la inercia, a "estar"?

A esta pregunta fundamental para entender lo que ocurre hoy de importancia en el Uruguay es que debemos responder. Y para hacerlo es necesario comprender la significación profunda de la Liga Federal y del hombre representativo que encarna esta nueva situación, Benito Nardone.

(...) ¿Cuál es el rasgo primero, más visible, de la Liga Federal? El de realizar una movilización permanente, continua. El de un dinamismo incansable. Hace ya una década, en todos los rincones de nuestra campaña, el mundo rural se congrega, se asocia, se conoce, entra en combustión y acelera su sociabilidad, multiplica sus contactos.

Es que el ruralismo sólo puede tomar conciencia de sí, moviéndose. Los hombres de cada pago han abandonado su natural fijeza (el viejo nomadismo gaucho murió en los alambrados), se desplazan. Han caminado de un departamento a otro, de un pueblo a otro, atravesando y descubriendo el país en todas direcciones, han trabado relación, se han dado confianza mutua y, lo que es más importante, se han "visto" a sí mismos como multitud, como unidad.

Por consiguiente, se saben ya, y por primera vez, "fuerza social". No lo sabían antes, cuando sus vidas transcurrían en el límite de su pago, y sus salidas eran rumbo a Montevideo, donde se encontraban inhibidos, desorientados, en una densidad humana extraña: "pajuerano". Ahora también se conocen como densidad humana específica.

Para formar el nuevo ruralismo, las clases medias han debido vencer al enemigo primordial: la distancia, el espacio. Para que el ruralismo se constituyera, tenía que vencer los "lugares", la fijeza espontánea del campesino. Para unirlos había que comunicarlos, para comunicarlos había que moverlos.

El movimiento es esencial a la Liga Federal, sin él no habría ruralismo posible. En la ciudad, la comunicación es hasta forzada, es una situación natural. En el campo no, hay que producirla, crearla en cada momento. La Liga Federal es esto, la producción incesante de la sociabilidad global de nuestra campaña.

(...) Y como la Liga Federal es el centro de esa creación de sociabilidad rural, la adhesión que suscita no es ante todo “ideológica”, es algo más profundo, se confunde con el símbolo y la expresión del nuevo "hombre social" que va descubriendo y haciendo nuestro paisano.

Mercado y traslación de renta

Si el rasgo del campesinado es la dispersión, ¿dónde encontrar su unidad? ¿Cómo se le podía mostrar para que se movilizara? La respuesta es clara: la unidad está en el terreno económico, en el mercado, en los precios.

La acción de Nardone, centrada desde sus comienzos en la “claridad del mercado”, nos pone en la pista. La lucha de Nardone bajo el signo de la transparencia del mercado, su rol de información veraz, es la piedra de toque del nuevo ruralismo.

La avaluación de los productos, de cualquier bien, se hace en la economía capitalista, en esta compleja sociedad de la división extrema del trabajo, a través del mercado. Al mercado podemos considerarlo como el “espacio económico” (ya no es más lugar) para cualquier bien o servicio, por el conjunto de ofertas y demandas que conciernen a tales o cuales bienes.

(...) Y justamente, en la unidad común del precio, en la generalidad de los precios, es que encontramos la “unidad de interés” del mundo agropecuario. El ruralismo se unifica en la universalidad de los precios.

El productor lanero de Cerro Largo se “identifica” con el de Salto en la identidad del precio y así sucesivamente en los diversos renglones y sus respectivos grupos sociales. Los rurales se reencuentran, se unen y comunican en la comunidad de interés que es objetivamente "comunidad de precios". La información debe estar sincronizada, para que haya una acción sincronizada, simultánea.

Todo esto da la impresión de algo elemental, obvio. Sin embargo, en una sociedad de intercambios tan complejos, el mundo rural tenía nociones vagas, oscuras, incluso despreocupadas de la realidad del mercado. Jamás tuvo una comprensión clara de sus mecanismos y formas, de los modos de determinación de los precios, del juego de poder de las empresas y países.

Para el campesino los precios parecían ajenos a toda humanidad, daban la sensación de moverse por sí mismos, eran como una fatalidad, hoy acogedora, mañana desventurada. La verdad es que el campesinado nunca se había incorporado plenamente al mundo capitalista, a su psicología y exigencias.

Como es lógico, fueron los terratenientes los primeros en tener en cuenta la situación, pero los verdaderos usufructuarios eran los barraqueros y exportadores, filiales de trusts internacionales.

Por eso el choque primero del nuevo ruralismo fue con la Cámara Mercantil, donde aparecieron los primeros perjudicados de esa prédica de esclarecimiento, que terminó con la confianza ingenua e ignorante del productor medio con el “intermediario”, vinculado en un país dependiente a los grandes intereses de los centros manufactureros.

La lucha por la claridad del mercado fue un modo lateral de "antimperialismo", más efectivo que declamaciones abstractas, en un país que depende íntegramente de la defensa de los precios agropecuarios.

La paulatina "clarificación de los mercados" —hoy cualquier paisano sabe de Boston, Sydney, Bradford, Roubaix, etc.— significa el descubrimiento de la unidad antes oculta, es el primer paso para configurar un poder consciente de las clases medias rurales, que sabe ahora que los precios salen del "regateo", que el "cambio" es "lucha de precios", de grupos sociales y de países.

A través del mercado, el ruralismo encuentra que los precios son en realidad una transacción entre probabilidades de lucha, de presión social.

lunes, 9 de noviembre de 2009

LA VUELTA DE JOSE HERNANDEZ

Por Marcelo Sánchez Sorondo

El trayecto político de José Hernández se despliega en la segunda mitad del siglo XIX, en torno a la bisagra histórica del federalismo democrático, por lo que obtiene su madurez con el advenimiento del Estado moderno en 1880.

Hernández, que había participado en la última montonera junto a Ricardo López Jordán, participará del primer roquismo —partiendo del autonomismo alsinista— y será el gran defensor parlamentario de la federalización de Buenos Aires.

En las dos partes del Martín Fierro está cifrado este cambio de época y de modalidad en las luchas del criollaje, precipitado por la destrucción de sus formas de subsistencia por parte del mitrismo porteño. Holocausto gaucho del cual el poema hernandiano es inapelable metáfora.

El siguiente texto es parte de un breve ensayo ("Martín Fierro y la Generación del 80") publicado por el escritor Marcelo Sánchez Sorondo en la revista Todo es historia de octubre de 1981. Como en el resto de su obra, el inasible nacionalista reitera en estos fragmentos su inagotable capacidad para eludir los lugares comunes.



José Hernández y la vida de José Hernández están detrás de su poema. No existe en otros casos una relación tan marcada, tan nítida, entre la zaga humana del autor y el desarrollo parabólico de su obra. Pero tampoco hay ejemplo de una absorción semejante de la personalidad de aquél en virtud de la trascendencia adquirida por ésta.

Hernández quedó, pues, literalmente atrapado por la fama de Fierro con la cual consiguió rehacer su personalidad política. Por eso, no es posible despojar a Fierro de las significaciones que descubre la odisea de Hernández. Y por eso, también, no puede dejar de leerse, como en un palimpsesto, esa versión escondida bajo el texto del libro que sugiere la vida de José Hernández.

Hay en esta vida dos estadios que se ajustan conceptualmente con las dos fases del poema separadas por la torva bacanal indígena cuyo asunto constituye el término —la última Thule— de La Ida aunque literalmente se inserte como introducción en La Vuelta.

El primero de esos estadios hernandianos comienza con el eco de los estampidos de Caseros y después de insistentes avatares termina con la presidencia de Avellaneda. Todo esto en la traslación política de La Ida aparece transfigurado por simbolismos paralelos. El gaucho Martín Fierro se publica en el intervalo que media entre los contrastes iniciales de López Jordán, cuando Hernández ya había sido arrollado con él en Ñaembé aunque faltaba todavía que pusieran a precio su cabeza junto a la del último caudillo.

La segunda etapa de la vida de Hernández se desenvuelve a partir de su reinstalación definitiva en Buenos Aires. Al retorno del último exilio en Montevideo, queda atrás el periplo andariego que lo alojó en Paraná, Corrientes y Rosario.

Para Hernández, que fuera de Buenos Aires, no encontró su senda, ha llegado el momento de entenderse con Adolfo Alsina cuyo partido le ofrece, si no la reconciliación explícita, al menos la apertura a la concordia. Es el tiempo de La Vuelta, de la sabia recordación, abundante en consejos.

Hernández llega de lejos porque —la frase es de Julio Costa— viene de la adversidad. Ha cumplido treinta años y perseguido, desde sus mocedades, ese país que se va. Años de intransigencia en el sí sí, no no de los fines y de pobreza franciscana en los medios. El torneo, como ciertos desafíos, ha sido desigual, mas el campeón, que tiene la fuerza de un hércules de feria, conservará intactas sus reservas.

En realidad, durante esa fiesta brava, que terminó con un doble ostracismo, el político se conserva indemne, en latencia virtual, al verse insensiblemente desplazado por el hombre de acción. El triunfo de Avellaneda palanqueado por Alsina y, sobre todo, la derrota de Mitre en el comicio y en el campo de batalla exoneran a Hernández del peso de sus antecedentes de personaje marginado y hasta facilitan su acceso a la carrera de los honores.

En Abril de 1876, se incorpora al partido autonomista y no acompaña ya en su tercera y última salida a López Jordán; antes bien, en su meditación de conciencia ha resuelto abandonar definitivamente la estrategia del valor desesperado, del todo o nada cuya apuesta libera a los genios de la "suerte reculativa" —maravillosa expresión de Fierro— para reconciliarse, en cambio, con la política cómo arte de lo posible.

No ha renunciado a sus convicciones ni alterado su tendencia; sólo que no querrá insistir en estrellarse contra la pared. El 3 de Marzo de 1879, se incorpora como diputado a la Legislatura porteña. Reelecto en el 80, ocupará al año siguiente una banca en el Senado provincial. Y será senador—el senador Martín Fierro— hasta su muerte, ocurrida el 21 de Octubre de 1886. (...)

La repercusión del libro

Martín Fierro —el libro— repechado por el eco y el oleaje de su acogida multitudinaria cuyo estruendo llegaba a los salones más discretos y atildados, vino a ratificar la existencia de una genuina y válida —para todos— literatura nacional.

Había sido escrito a contramano de la marcha del país, a contramano de los refinamientos y sensibilidad en boga entre los corifeos de las tertulias políticas y literarias del 80. Frente a quienes prestaban su imaginación para mecerse al compás del progreso indefinido o para soñar en deliquios inefables con la última entrega del romanticismo europeo, Hernández enérgico y tozudo se planta con su Martín Fierro y ofrece una radiografía de la vida local.

El asombro con que la Gran Aldea lo recibe no era debido a la circunstancia de que el protagonista fuese un gaucho, puesto que la literatura gauchesca había derramado ya mucha tinta. Era otro el motivo. sustancial: ese gaucho protagónico abandonaba el terreno de la fantasmagoría pintoresquista y ciertamente inofensiva en que hasta entonces lo situaron para avanzar con paso vivo sobre el aquí y ahora de nuestra realidad.

Con la materia con la que otros compusieron entremeses folklóricos, variaciones de sainete, como un "divertissement" amable alrededor de un indolente cuadrito de costumbres, Hernández redacta un Yo acuso formidable cuya resonancia en el alma argentina perdurará siempre.

En Fierro, en la persona de Fierro, Hernández encarna las cualidades de la patria vieja: su vigor ascético, su valor inmenso, soberano, de criatura primitiva, cercana a los, días de la creación. Fierro, el trashumante Fierro, que se había hecho matrero y se esfumaba en los caminos sin apostadero del Desierto, era ese mismo crisol de la raza criolla, esa misma patria que se desangraba perseguida por los agentes y las consignas de la llamada “civilización”.

Así, pues, con tal diseño, impregnado de realismo al punto que el lector en semejante travesía intelectual compromete sus cinco sentidos, las figuras del poema adquieren una veracidad patética, que trasciende la anécdota costumbrista y adquiere, como lo vio (Leopoldo) Lugones, la orquestación de una epopeya. Fierro crece ante la posteridad y deviene el símbolo que arranca tenazmente del olvidó a la nación prístina donde cabalgaron en su guerra a muerte unitarios y federales.

Como no es literato sino trovador, como no tiene una joyería de palabras sino el secreto de la imagen, Hernández presenta directamente al pueblo su gran metáfora de la tierra madre lastimada en sus raíces y marcada a fuego, el sistema político que autorizo el genocidio de la plebe gaucha sin respetar el señorío natural de su índole ni el abolengo que le prestaba su condición de heredera de los soldados de la Independencia.

lunes, 2 de noviembre de 2009

PATRIA GRANDE Y CAPITAL EXTRANJERO

Por Rubén Bortnik

El proceso balcanizador de la Nación Indoibérica —denominación grata a Juan José Hernández Arregui— no es sólo un dato del pasado.

En los últimos años han proliferado sospechosas versiones sobre el derecho a la autodeterminación de ciertas “naciones originarias” de las que, muchas veces, ni siquiera se puede confirmar su existencia histórica.

Tales “teorías”, asimismo, cuentan con el enfático respaldo de algunas ONG de origen europeo o norteamericano —“interesadas” en el destino de nuestros pueblos— cuya influencia no es menor. (Bastaría repasar la cuestión de las nacionalidades en la última reforma constitucional boliviana para tener una medida aproximada).

Desde ese marco, el presente texto —escrito en 1972 por Rubén Bortnik— acerca del papel disgregador cumplido por el capital extranjero en nuestra Patria Grande, presenta renovada importancia. El mismo ha sido extraído del breve ensayo Dependencia y revolución en América Latina.



En casi toda América Latina se habla el idioma castellano. El portugués, de origen dialectal, hablado en Brasil, no es sino el reflejo y la consecuencia de la crisis divisiva que en el viejo Imperio Ibérico creó la estrategia inglesa al separar a Portugal de España.

Portugal, a partir de la guerra por la sucesión española (1700- 1714), había quedado bajo el protectorado de Inglaterra. Mantuvo, no obstante, una independencia política, mientras dependía financiera y diplomáticamente de su opresora, que lo defendió como defendía sus posesiones coloniales, atendiendo a su propia necesidad expansionista y divisionista. A cambio de esta “protección”, ejercida simultáneamente contra España y contra Francia, Inglaterra tuvo su compensación: ventajas comerciales, utilización de los resortes de la economía portuguesa, de sus puertos, medios de comunicación, etcétera.

Tan importante influencia se transmitiría con el tiempo a la posesión portuguesa en el actual territorio de Brasil, cuya diferencia dialectal con el resto de América Latina, no es sino la excepción que confirma la regla. Dialectos de origen indígena, ya que no idiomas, han ido desapareciendo sin pena ni gloria, mientras que el francés, relativamente hablado en Haití, de orígenes bastante similares al portugués utilizado en Brasil, carece de mayor importancia frente al español que se habla en Santo Domingo, la otra mitad de la isla.

(...) Sin embargo, y aún existiendo un idioma nacional común, América Latina no se nos presenta como una Nación, sino como veinte Estados distintos. Desde el Río Grande hasta la Antártida se utiliza el castellano en todo su desarrollo y aplicación literaria. Paralelamente, la casi inexistencia de una “circulación mercantil” entre esos veinte compartimientos estancos, denuncia la existencia de una entidad política, económica y geográficamente balcanizada, de una Nación o Federación inconstituida.

Pese al origen histórico común, a un idioma también común y a una común psicología, la carencia de un mercado interno, derivada de la sujeción de las economías precapitalistas a los mercados metropolitanos, impidió la cristalización de esa entidad política y frente a este impedimento material se estrellaron los ideales reunificadores de los grandes caudillos del siglo pasado.

Retrasada en su desarrollo y deformada en su geografía, América Latina, es decir, sus veinte Estados, fueron rápidamente convertidos en semicolonias del capital extranjero. Su quehacer económico, al frustrarse la unidad del mercado local, se fundaba exclusivamente en la exportación de materias primas a la metrópoli y en la importación, desde ésta, de productos manufacturados.

Vale decir que, mientras se nos escamoteaban nuestras riquezas naturales, se nos impedía forjar el desarrollo industrial, para facilitar así el ingreso de la producción industrial metropolitana.

Tal acción implicaba además el apoyo a las oligarquías lugareñas, desarrolladas sobre las estructuras semifeudales del atraso y sobre la explotación de los nativos, las que se sirvieron del bajo nivel de éstos e instituyeron en el peonaje una forma particular de servidumbre. El desarrollo precapitalista de América Latina y su posterior acceso al capitalismo fueron así frustrados históricamente por las burguesías europeas que ejercieron, sobre esta parte del mundo, una acción totalmente contraria a la que desarrollaron en Europa al acceder al poder.

A diferencia, pues, de lo acontecido en Europa, donde su triunfo se fundó en la destrucción de la economía feudal y en el desarrollo industrial, la acción de las burguesías europeas —y también de la burguesía norteamericana—, colmado su mercado interior, derivó para América Latina, precisamente en el mantenimiento de aquellas estructuras, sobre la base de la división internacional del trabajo, que nos relegó al papel de productores de materias primas y, con el tiempo, también de receptores de capitales y bienes de capital, obstaculizando un desarrollo capitalista autónomo y creando formas políticas totalmente originales.

La debilidad, inexistencia —absoluta o relativa— de burguesías nacionales, derivadas de tal acción, hizo lo demás. La idea de la Nación o Confederación Latinoamericana, despojados los territorios de su mercado interno potencial y fragmentados en tanto Estados como al imperialismo interesó, quedó relegada a las fallidas empresas de los caudillos militares y populares de siglo XIX.

Pero el origen histórico de los latinoamericanos es común; comunes son los intereses que mantienen a su dilatado territorio en la división para la explotación extranjera y común es el desequilibrio económico-social, fundado en el monocultivo.

En aquella empresa, como queda dicho, fracasaron las revoluciones democráticas del siglo pasado, ligadas a la independencia formal. Y ese fracaso reconocía un fundamento, que era la disyuntiva práctica que enfrentaba al destino histórico: estructuras semifeudales y/o precapitalistas; debilidad o inexistencia de desarrollo nacional; alejamiento originario entre los principales centros poblados. Sobre esta base, se impondrían las tendencias centrífugas que retrotrajeron la situación a los moldes existentes con anterioridad a la época del Imperio Hispanoamericano, que había logrado, en su tiempo, una cierta unidad político-administrativa.

A ello, se agregó la acción del, capitalismo extranjero; fundamentalmente, el inglés, que se apresuró a mantener, ampliar y consolidar aquella división, impulsando la creación de nuevas “naciones”, arrancadas diplomática y aun militarmente, al origen común.

Impotentes los esfuerzos de líderes revolucionarios como San Martín y Bolívar, a la intervención inglesa y, en casos, francesa, se sumaría con el tiempo la penetración norteamericana. El sentimiento nacional, tan común en las épocas heroicas entre los habitantes de América Latina, iba diluyéndose con motivo de aquel proceso y asumía nuevas formas, encubriendo localismos gratos a los ojos del imperialismo.

Versiones oficiales o no oficiales, igualmente interesadas, de nuestra historia, pagadas con los dineros del capital financiero extranacional, vale decir con dinero extraído de nuestra explotación, institucionalizaron la existencia de esas veinte “naciones”, que eran la consecuencia del fracaso, ya que no del triunfo de las revoluciones en América Latina.

Ese fracaso, nuestra disyuntiva práctica, reconoce su origen en la vida económica de las naciones que llegaron a realizarse como tales.

Hubo en la historia económica de las naciones dos intentos de la burguesía para realizarse como clase. El primero se dio dentro de los marcos del Estado Nacional (etapa librempresista) y tuvo perspectiva limitada. El segundo lo fue excediendo las fronteras del Estado (etapa monopolista). Tuvo la mirada puesta más allá, aunque resultaría impropio decir que así se realizaría como clase, por más que en un primer momento haya conseguido lograr sus objetivos materiales. Ya que ese momento incluye también los elementos de su crisis, de su derrota histórica.