Por César Tiempo
Formado como Jorge Luis Borges o Leopoldo Marechal en la incubadora literaria de la revista Martín Fierro de los años 20, Ernesto Palacio (1900-1979) abandonó el espíritu socarrón y malcriado de la publicación para volcarse a la búsqueda de la identidad nacional. Impulso éste que lo llevó desde el nacionalismo hispanista y católico hasta las filas del primer peronismo, del que llegó a ser diputado nacional entre 1949 y 1955.
Su sorprendente prosa produjo algunos textos muy recomendables, entre los que se cuentan La historia falsificada (1939), Catilina contra la oligarquía (1945), Teoría del Estado (1973) o Historia de la Argentina (1954).
En 1976, la revista Crisis le dedicó un informe y varios testimonios. De allí obtuvimos este retrato entrañable trazado por su amigo César Tiempo.
Cosa curiosa: son muy pocas las fotos que registran las reuniones del grupo Martín Fierro en las que aparece Ernesto Palacio. ¿Indiferencia a la notoriedad, a la promiscuidad del catálogo, a la poesía de lo inservible? Todavía no lo sé.
Palacio era el más chisporroteante, el más alegre y desaprensivo de todos, doctor en sornas y facecias, y además dueño de un pintón de latín lover o de paseante distinguido de la Ring Strasse de Viena, cuya presencia en los chitones literarios ayudaba a rasgar las horas forradas de tedio, mientras otros se empeñaban en fabricarse una soledad de consumo para afrontar la obra maestra que no llegaría nunca.
Creo haberlo visto de bastón y polainas tomarse a trompadas con Juan de Dios Filiberto en la puerta del Tortoni después de haberse reído de un actor de la compañía de Pirandello que había recitado macarrónicamente estrofas del Martín Fierro. ¿Lo estaré soñando? Su agudeza era deslumbrante, como lo recordó hace poco Petit de Murat, el más joven pero no el de menos agallas del plantel.
Ernesto Palacio, que nunca le dio importancia a su importancia, a la importancia de llamarse Ernesto, prefirió en sus primeras escaramuzas ser Héctor Castillo (un castillo es siempre un palacio más moderado) y con ese nombre escribió páginas agudas y divertidas sobre las que el tiempo quiere pasar su esponja y no puede. Por supuesto que el Ernesto Palacio de Catilina y de la Historia Argentina, se reveló sin disputa maestro mayor de obras maestras, demostrando que entendía como pocos el mundo en que se movía y en el que se movieron otros congéneres —ilustres o no— antes que el.
La madurez le enseñó que ya no había necesidad de tomarle el pelo a nadie, si bien en su Historia se mete con alguna gente empingorotada cuyos apellidos ilustran difundidas calles de nuestra ciudad, actitud que le valió algunos pleitos memorables Por otra parte, cuando publicó Catilina un humorista de reata dijo no sé dónde, glosando al tango —No te aflijas, Catilina— ya vendrán tiempos mejores, que nos hizo recordar la inclinación de Ernesto a la dicacidad y que en sus buenos tiempos de sagitario lanzó rehiletes punzantes a diestra y siniestra desde las columnas de Martín Fierro como éste dedicado al poeta Alfredo R. Bufano, nacido en la bella Nápoles:
Vengo de Mantecón y voy en casa
donde me espera mi adorada esposa,
rodeada de los nenes, sonrosada,
propio como una rosa.
O este comentario dedicado a Ricardo Rojas, después de asistir a una conferencia suya:
Teatralmente leíste tu grave Infundio,
y entre música y ripios de la comparsa,
acabóse la triste, solemne farsa
de tus bodas de plata con el gerundio.
También le dedicó un epitafio a Manuel Gálvez:
Bajo esta losa pesada
libre de malos momentos
tiene Gálvez su morada.
Sus versos no fueron nada,
sus novelas fueron cuentos.
Gálvez, que ya había tratado a Ernesto en Amigos del Arte y de quien anduvo distanciado precisamente por los chistes que le hacía desde las troneras de Martín Fierro, terminó haciéndose muy amigo suyo. Gálvez, a quien hacíamos bromas estúpidas sobre su sordera, sobre sus accesos de autosobrevaloración, perfectamente justificados, anduvo siempre sobre pistas seguras y quería a quien merecía su afecto.
Ernesto se reía de los escritores envarados y de los poetas moquillentos, pero llegó un momento en que supo amainar sus burletas y respetar a quien merecía ser respetado. Ya se dijo que el humorista verdadero llorará en silencio por las desgracias que no puede evitar pero será generoso llegado el momento de enjugar los déficit de justicia.
Cierta vez que Gálvez nos invitó a compartir un té en el Jockey Club a Blomberg y a mí, nos contó que Ernesto Palacio, siendo diputado nacional, presentó a Manuel Ugarte a Perón, que acababa de asumir la Presidencia. Ugarte, que estaba pasando serias dificultades, después de haber recorrido el Continente en tren de conferencias defendiendo el sagrado derecho de América a su autodeterminación, fue designado Embajador en Nicaragua, donde le cupo en suerte inaugurar la estatua de Rubén Darío, su fraternal amigo, donada por el gobierno argentino a iniciativa suya.
No fue ese el único gesto panadélfico de Palacio. Intervino, además, en el nombramiento de Pedro Juan Vignale, finísimo poeta y arqueólogo, como Embajador ante el gobierno de Venezuela y anduvo haciendo gestiones en favor de Arturo Cerretani, el gran novelista, que debía radicarse en Londres, gestiones que frustró la revolución del 55.
Ernesto Palacio es un auténtico filántropo, un gaucho, y no sé si esa bella cualidad deriva del hecho de haber nacido en San Martín, cerca de los pagos de José Hernández, que fue la bondad personificada. Abogado, profesor, traductor, ministro, diputado nacional, presidente de la Comisión Nacional de Cultura, Ernesto Palacio es esencialmente un poeta que escribe en prosa y actúa como Dios manda.
Anduvo en los grandes bailes y bailó bien todas las piezas con un talento que no se aguaba en las acedas madejas de las contradicciones. Siempre supo lo que quiso, siempre quiso lo que hizo.
Como testimonio de la seriedad de su labor no están sólo sus libros originales sino la excelente versión de los poemas insólitos de Alejandro Korn, publicada por el instituto de Estudios Germánicos de la Facultad de Filosofía y Letras, en 1942.
Lo veo poco a pesar de admirarlo tanto. Antes solía encontrarlo en la imprenta de los Porter en los tiempos de Martín Fierro, en algún bar de la Avenida de Mayo, en el subsuelo de "La Peña", en alguna conferencia, en el vaivén de la calle Florida, siempre cordial. Ultimamente nos dejamos de ver. La vida está conflagrada de problemas, de vicisitudes. El tuvo un accidente, un cruel accidente, yo tuve otro, otros.
Amigos comunes me traen noticias suyas. No hace mucho me encontré con un hijo suyo, con quien lo estuvimos recordando, lo mismo que con la señora viuda de Bermúdez Franco, el dibujante genial de quien Ernesto fue noble amigo. Me traen noticias del alto escritor, del originalísimo historiador, desterrado de las historias literarias, olvidado de las antologías al uso.
Claro está que detrás de su nombre queda su obra, dechado de elegancia y preciosa y deslumbrante escritura. Su sátira y sus jácaras descubrieron una juventud cuya poesía participaba de la Gracia, cuya gracia participaba de la poesía. Sabemos que ha construido realmente una obra. Una obra difícil de demoler.
Ernesto Palacio tiene ahora la edad que tenía Galileo cuando demostró la oscilación del globo. Sabe como aquel que el mundo se mueve constantemente y que ese mundo —el nuestro— embellecido y enriquecido por sus sueños seguirá viviendo gracias a los hombres frontales como él, preocupados por los demás, obreros de un quehacer singular, creadores sonrientes y empeñosos, enseñándonos siempre a ser persona, cultivando un arte que es la justa e intransferible afirmación del arte, ajeno a los majaderos de la bulla, al tarantín de los amoladores de lisonjas.
domingo, 10 de octubre de 2010
domingo, 26 de septiembre de 2010
ROCA Y LA CUESTION NACIONAL
Por Arturo Jauretche
Si se excluye de su producción literaria Ejército y Política, se corre el riesgo de transformar a Arturo Jauretche en algo distinto a lo que fue: un vigoroso pensador y militante del nacionalismo democrático argentino.
Hoy que la partidocracia guaranga lo ha convertido en un fabricante de aforismos y cierta prensa tilinga en una especie de humorista, bonachón y afecto al progresismo, resulta de fundamental importancia recuperar, aunque sea fragmentariamente, este libro indispensable para la comprensión de nuestra historia.
En la revolución del 74, el Ejército Nacional liquida definitivamente los restos del ejército de facción de (Bartolomé) Mitre y en la Revolución del 80, la oligarquía porteña es derrotada y el Ejército Nacional impone, conjuntamente con la capitalización de Buenos Aires, un concepto de unidad del país frente a la hegemonía porteña.
Con la presidencia de (Nicolás) Avellaneda se insinúa la formación de la oligarquía nacional que sustituirá a aquélla; ésta tendrá la misma adhesión que los vencedores de Caseros al liberalismo de importación, a las doctrinas económicas detrás de las cuales avanza el interés británico, y tal vez una mayor venalidad caracteriza su gestión.
Pero representando en cierta manera la unidad del país, no puede estar del todo ajena a los intereses del interior y a las tentativas industrialistas que comienzan a recobrarse, y de una manera imprecisa y discontinua comienzan a aparecer las primeras tentativas defensoras de un posible desarrollo nacional autónomo. (…)
La gravitación ejercida por el ejército trae de nuevo una preocupación de Política Nacional incompleta y parcial, pero que es ya algo: la preocupación de las fronteras. La conquista del desierto, la integración de la Patagonia, la formación de la marina, las contingencias limítrofes con Chile y la ocupación militar de los chacos y Formosa aseguran los límites a que nos ha reducido la "victoria" de Caseros.
(…) En los esteros del Paraguay se hundió la conducción mitrista del ejército, con la estrategia y la táctica de las guerras policiales y punitivas de los generales brasileristas uruguayos, hechas al desprecio de la vida humana, que empieza por las del adversario y termina por las del propio cuadro.
Casi todos los "orientales" de Mitre fueron sacados del frente y pasaron a seguir las guerras interiores contra las provincias sublevadas; ¡eran sólo expertos en degollar gauchos desarmados! En esa desastrosa experiencia se aprendió de nuevo la ciencia de la guerra, y un nuevo ejército comenzó a surgir de entre las ruinas. La esterilidad del sacrificio y la convicción de haber servido a una política extranjera, en perjuicio de la nacional, se hizo carne en los nuevos jefes, y se perfiló una figura que habría de restaurar el sentido de la política nacional de la milicia.
Su constructor fue el general (Julio Argentino) Roca —que perdió allí a su padre, guerrero de la independencia, y a un hermano—, cuyas primeras armas se habían hecho en el ejército de la Confederación.
(…) La revolución del 74 es decisiva; enfrenta por fin al ejército de fracción con el nuevo ejército nacional. En Roca se define el Ejército Nacional que ya tiene un conductor y una Política Nacional que aún falta en el gobierno. La aventura revolucionaria de Buenos Aires termina ridículamente en La Verde con la rendición de Mitre, que agrega una más a la cadena de sus batallas perdidas. (La única que ganó fue Pavón y ya se sabe cómo).
Roca caudillo del ejército
El ejército de Mitre termina como había vivido, matando indefensos; el asesinato del general (Teófilo) Ivanowski, por las fuerzas sublevadas de (José Miguel) Arredondo, representa la última demostración de una técnica. La campaña de Roca, ganando tiempo, ante las urgencias de Sarmiento que lo apremia, ignorante de que el general construye su ejercito sobre la marcha, disciplinándolo y acondicionándolo como un ejército moderno, termina en la batalla de Santa Rosa donde el ejército nacional entierra definitivamente al ejército de facción.
Hay ahora en el ejército un sentido elemental de la política nacional que se irá perfilando con la marcha de su conductor. También hay otro estilo que no es el de los degolladores. El general Francisco Vélez refiere cómo el general Roca hizo fusilar, bajo la presión de sus consejeros, a un supuesto espía, que después resultó que era verdaderamente agente de enlace de su amigo (Francisco) Civit.
Agrega Vélez: "Es fama que Roca sintió entonces profundo horror y que formo el propósito de no firmar otra pena de muerte, propósito cumplido religiosamente durante su larga actuación en la jefatura del ejército y del Estado... imputándose tal vez debilidad al haber cedido ante incitaciones de algunos de esos irresponsables que alardean energía aconsejando el sacrificio de seres humanos que otros han de ejecutar".
(…) Sólo Avellaneda, con la modificación de la tarifa de avalúos, reinicia la política proteccionista. Allí están los dos Hernández, el autor de Martín Fierro y su hermano; Vicente Fidel López, Roque Sáenz Peña, Estanislao Zeballos, Nicasio Oroño, Carlos Pellegrini, Amancio Alcorta, Lucio V. Mansilla, según enumera (Jorge Abelardo) Ramos.
Es Pellegrini el que dice: "No hay en el mundo un solo estadista serio que sea librecambista, en el sentido que aquí entienden esta teoría. Hoy todas las naciones son proteccionistas y diré algo más, siempre lo han sido y tienen fatalmente que serlo para mantener su importancia económica y política. El proteccionismo industrial puede hacerse práctico de muchas maneras, de las cuales las leyes de aduana son sólo una, aunque sin duda, la más eficaz, la más generalizada y la más importante. Es necesario que en la República se trabaje y se produzca algo más que pasto".
No es todavía política nacional en lo económico, pero es una rectificación, una atenuación del pensamiento de Caseros. Compárense esas palabras de Pellegrini con las que siguen de (Faustino) Sarmiento: “La grandeza del Estado está en la Pampa pastora, en las producciones del norte y en el gran sistema de los ríos navegables cuya aorta es el Plata". (De paso perdieron la soberanía hasta en la aorta). "Por otra parte los españoles no somos ni industriales ni navegantes y la Europa nos proveerá por largos siglos de sus artefactos a cambio de nuestras materias primas".
¿Ignoraba el señor Sarmiento eso que el señor (Raúl) Prebisch llama los términos del intercambio y que consiste en que año por año aumenta el valor de las manufacturas con relación a las materias primas y que en esa carrera hay que entregar cada vez más carne y más cereales por menos máquinas y menos artículos? ¿Ignoraba también que lo que aumenta el valor de la materia prima es la técnica y la mano de obra ante cuyo precio el valor de esta última representa un por ciento insignificante? ¿Sospechaba siquiera que la lana de un traje no representa ni el dos por ciento del valor del tejido? ¿Sospechaba acaso que sin industrias el mayor valor de la mercadería queda en el exterior, es poder de compra restado al propio país e incorporado al país importador?
(…) Martín de Moussy señalaba los electos de la libertad de comercio que Mitre había inscripto en las banderas del ejército según su arenga: "La industria disminuye día a día a consecuencia de la abundancia y baratura de los tejidos de origen extranjero que inundan el país y con los cuales la industria indígena, operando a mano y con útiles simples no puede luchar de manera alguna".
Dice José María Rosa: “Los algodonales y arrozales del norte se extinguieron por completo. En 1869 el primer censo nacional revelaba que provincias enteras apenas si mal vivían madurando aceitunas o cambalacheando pelos de cabras" (Defensa y pérdida de nuestra Independencia Económica).
Ramos, de quien extraigo esta cita (Revolución y contrarrevolución), nos informa que en 1869 había 90.030 tejedores sobre una población de 1.769.000 habitantes y en 1895 sólo quedaban 30.380 tejedores en una población de 3.857.000. Lejos de importar máquinas de producción, el capitalismo europeo en expansión nos enviaba productos de consumo. No venía a contribuir, a nuestro desarrollo capitalista sino a frenarlo.
Primeros pasos hacia una economía nacional
Esa nueva promoción que tiene a Roca como conductor careció de una teoría nacional de la política y de la economía. Sólo le fueron dados atisbos parciales de la realidad; no así liberarse de las supersticiones ideológicas, pero con todo, su carácter nacional la hizo contrabalancear a los agiotistas y especuladores del puerto de Buenos Aires y posibilitar algún desarrollo industrial.
A ellos debemos la modernización y crecimiento de las industrias azucareras y vitivinícolas, a las que por cierto la metrópoli británica no opuso mayores dificultades, porque el azúcar significaba un golpe al comercio rival de carnes, el saladero, que abastecía a los mercados azucareros del Brasil y Cuba, y la industria vitivinícola contribuía a eliminar otro competidor del mercado de exportación: Francia, abastecedora de vinos.
Pero de todos modos se tonificaron las economías de dos centros fronterizos —Cuyo y el Norte—, y se paró la emigración de sus habitantes al litoral pastoril. Esta época y la de sus continuadores fue también de enajenación de los ferrocarriles nacionales y de concesiones leoninas al capital privado. Pero cumplió, en cambio, una política ferroviaria de sacrificio a cargo del Estado, que tuvo en cuenta las fronteras y estabilizó el norte argentino y la conexión con Bolivia.
(…) Pero lo fundamental es que con Roca vuelve al país el concepto de una política del espacio. Vuelve con un auténtico hombre de armas y vuelve porque ya hay un ejército nacional y la demanda mínima de este, la elemental, es la frontera.
Política nacional de las fronteras
Está la frontera con el indio, abandonada desde Caseros, cuando éste vuelve a rebalsar y hasta interviene en nuestras luchas civiles: Mitre ha traído a los indios a La Verde como los llevó a Pavón seguramente para replantear el dilema de Civilización y Barbarie a favor de la civilización, del mismo modo que Brasil llevó sus esclavos a la lucha por la libertad de los paraguayos.
La primera tarea que realiza el ejército nacional es la conquista del desierto. El plan de operaciones repite el de la Confederación, con medios más modernos pero con la misma visión nacional. Lleva implícita la ocupación de la Patagonia –que se realiza– y la definición de la frontera con Chile que obtiene solución favorable, salvo en el estrecho de Magallanes, y definitiva por la Política Nacional de las fuerzas armadas que representa el fundador del nuevo Ejército Nacional.
Ella no hubiera sido posible sin la construcción del mismo, por encima de las facciones y sometimiento al mitrismo; la extensión vuelve a formar parte de la Política Nacional que se irá complementando hacia el norte, con los expedicionarios del desierto que en Chaco y Formosa consolidan, con la ocupación hasta la frontera del Pilcomayo.
Toca también al ejército nacional resolver la cuestión Capital que algo aliviará al gobierno argentino de la presión constante del círculo de la oligarquía porteña. Frente a Avellaneda vacilante ante la insolencia de (Carlos) Tejedor y los demás mitristas, Roca expresa la posición firme de lo nacional y la decisión del Ejército Nacional de no aceptar más retaceos a la República.
Este es el momento decisivo y es bueno señalar lo que destaca Ramos: al lado de Roca está Hipólito Yrigoyen, jefe del futuro gran movimiento nacional. En cambio, (Leandro) Alem, está del otro lado. Los clásicos al lado de los clásicos, los concretos al lado de los concretos, los realistas al lado de los realistas. Del otro lado los declamadores, románticos arrastrados por el influjo de las palabras huecas, y las ideologías.
Es confusa la historia como que es cosa de hombres. Digamos glosando a (Georges Louis Leclerc, conde de) Buffon que el estilo define las corrientes históricas mejor que las palabras.
Hasta 1916 el pueblo es ajeno a todo el drama histórico desde Caseros. Desde entonces hemos carecido de una verdadera política nacional; pero señalemos los grados: durante el período del mitrismo no fue carencia: hubo política antinacional consciente y deliberada, que se sostuvo en la inexistencia del Ejército Nacional, reemplazado por una milicia de facción.
Con Roca y la reconstrucción del Ejército Nacional empieza a definirse una Política Nacional, zigzagueante entre la comprensión parcial de los hechos y el adoctrinamiento antinacional de los ideólogos (…) hay por lo menos una Política Nacional, la del Ejército, expresada por su fundador, el general Roca, que tiene una Política Nacional de las fronteras y una política económica a la que falta mucho para ser nacional, pero ya retacea el librecambio impuesto por los vencedores de Caseros en obsequio de los "apóstoles del comercio libre".
No llega con todo a constituir sino un mero atisbo de Política Nacional: ella sólo se integrará por la presencia del pueblo en el Estado.
jueves, 9 de septiembre de 2010
LA NACION EN ARMAS
Por Miguel A. Scenna
Tercera y última parte de la selección de textos de Scenna referidos al proceso histórico que concluyó con la incorporación de la Patagonia a la soberanía nacional. Proceso éste que combinó la astucia militar y diplomática con una concepción territorial nacionalista, integradora, modernizante y democrática. El mismo nacionalismo democrático con que se había fundado nuestro ejército y que habrá de perderse, irremediablemente, a partir de 1955.
En este sentido, vale la pena recordar parte de la Orden del Día expresada por el general Julio A. Roca a sus tropas, el 18 de abril de 1879: "En esta campaña no se arma vuestro brazo para herir compatriotas y hermanos extraviados por las pasiones políticas, o para esclavizar y arruinar pueblos o conquistar territorios de las naciones vecinas. Se arma para algo más grande y noble: para combatir por la seguridad y engrandecimiento de la Patria, por la vida y fortuna de millares de argentinos".
Durante las negociaciones, (Bernardo de) Irigoyen se mantuvo inconmovible en su tesis de la frontera por las altas cumbres, conservando intacta la Patagonia, y para ello contó con el asesoramiento directo de Francisco P. Moreno, el hombre que mejor conocía aquellas regiones, que le preparó mapas, croquis y descripciones.
Generalmente se considera como un triunfo diplomático de don Bernardo el artículo primero del Tratado de 1881. Pero fue un triunfo costoso, pues se renunció a la mitad oriental del Estrecho a cambio de su neutralización. Argentina sólo conservó estrictamente la boca atlántica del paso, en una extensión de diez kilómetros.
También se perdió la mayor parte de Tierra del Fuego y —lo más grave— se accedió a fijar el límite en el canal de Beagle, entregando la isla Navarino. De ese modo se tuvo una frontera abierta, contra natura, y bastante ilógica en el extremo sur, aparte de que la redacción del artículo 1° resultó tan difusa y ambivalente, que sus términos no tardarían en ser cuestionados por la otra parte, configurando a la postre una verdadera victoria chilena.
Bien afirma Alfredo Rizzo Romano: "El límite en del archipiélago fueguino fue fijado en forma injusta y arbitraria, para nuestro país, que desde la época colonial y primeros años de vida independiente ejerció jurisdicción sobre estas islas, dependencias de las Malvinas. En el peor de los casos, considero que la división artificial debió continuar hasta la extremidad sur continental, sin detenerse en las aguas del Beagle".
Muchos sectores recibieron muy mal el Tratado, en ambos lados de los Andes. En Chile renegaban por la "pérdida" de la Patagonia; en la Argentina se acusaba al canciller por el abandono del Estrecho y su despreocupación por retener un importante sector sureño. De allí que fueran de esperar problemas con las ratificaciones, para las que el Tratado fijaba un plazo de sesenta días.
Entró a discutirse en la Cámara de Diputados argentina, pero pasaron más de la mitad de los sesenta días previstos sin que La Moneda lo enviara al Congreso chileno. La situación fue provocando un encono creciente del lado argentino, aumentando la resistencia de los diputados y creando la sospecha de mala fe en la actitud trasandina. Llegó a espesarse tanto el ambiente que, en caso de ser rechazado por Chile, hubiera significado muy posiblemente la guerra.
Tan grave era la situación, que Irigoyen solicitó a Thomas O. Osborn que, en colaboración con su colega de Santiago, retomaran la mediación. Chile solicitó una prórroga indefinida de la ratificación, que fue rechazada por la Casa Rosada. Pidió entonces sesenta días más, que también fueron denegados. Al cabo se acordó un lapso extra de treinta días.
La Casa Rosada ya había resuelto detener la sanción definitiva del Tratado si no entraba de una vez en el Congreso chileno. Entonces Osborn convenció a Irigoyen de que el gobierno argentino debía seguir el trámite legal y ratificar el Tratado, con prescindencia de lo que hicieran en Santiago. Si allí se negaban a ratificarlo y estallaba la guerra, quedaría demostrada ante el mundo la mala fe chilena y la buena disposición argentina.
Seguro de que el conflicto estallaría de no superarse el estancamiento, Osborn presionó cuanto pudo. Respecto de Irigoyen, trabajo le costó pasar el acuerdo en el Congreso. Tuvo que hablar tres días seguidos, el último de agosto y los dos primeros de setiembre, y tal vez su carta de triunfo, lo que permitió la aprobación, fue el dato que, documentado por Francisco P. Moreno, comunicó a los legisladores: en el sur las altas cumbres cordilleranas se vuelcan hacia el Pacífico, rozando sus costas, de manera que una serie de profundas entrantes marítimas, entre ellas el Seno de Ultima Esperanza, quedarían en tierra argentina, ganando nuestro país una salida hacia aquel océano. Finalmente, el Tratado fue aprobado y promulgado el 11 de octubre de 1881.
En Chile también se aceleró el trámite, pese a la dura oposición, y fue aprobado. Faltaba canjear las ratificaciones, acontecimiento que se fijó para el 22 de octubre. Pero nevó tanto que quedó cerrada la cordillera, imposibilitando llevar los documentos. Había tanto apuro por terminar de una vez con tan peligroso asunto, que a las diez de la noche de ese día el canje de ratificaciones tuvo lugar por vía telegráfica.
Momentáneamente, las cosas parecían solucionadas. Hubo abundancia de plácemes. Roca felicitó a Irigoyen. En Buenos Aires felicitaron a Thomas O. Osborn y en Santiago a su colega en esa capital. Todos se felicitaron. De buena fe creían que se había acabado el problema.
Se completa la conquista del desierto
Simultáneamente con la conquista del desierto se creó la gobernación de Patagonia, dependiente del gobierno federal, con capital en Mercedes de Patagones, siendo designado para el cargo Alvaro Barros, que la rigió entre 1878 y 1882. En 1879 la capital cambió de nombre, tomando el de su fundador, y desde entonces se llama Viedma. Al subir Roca al poder tenía decidido alcanzar dos objetivos precisos: continuar la ocupación del sur y reorganizar a las fuerzas armadas, buscando equipararlas con las chilenas, en prevención de un posible conflicto. Las dos cosas las llevó a cabo enérgicamente.
En marzo de 1881, al comenzar la mediación de los ministros Osborn, el general Conrado Villegas comenzó la ocupación del actual territorio neuquino. El 10 de abril la ocupación estaba completada. Ese día, en Nahuel Huapi, las tropas argentinas formadas en orden de batalla, teniendo a sus pica las aguas del Limay y dando cara a la cordillera, llevaron la bandera al tope, en tanto la saludaban veintiún cañonazos que repercutieron en las rocas del soberbio paisaje.
En 1880 también comenzó otro tipo de conquista, no menos dura que la militar, con la llegada de los salesianos a la Patagonia, labor que culminaría en la personalidad del nieto del temido Calfucurá, Ceferino Namuncurá, "el santito de las tolderías", al decir de Manuel Gálvez.
En 1882, la veterana "Cabo de Hornos" del inolvidable Piedrabuena, nuestro primer buque escuela, colaboró con la expedición científica italiana dirigida por Santiago Bove. El segundo gobernador de la Patagonia, Lorenzo Vinter, continuó la exploración y ocupación efectiva del vasto sur, completándola hasta Puerto Deseado en 1884, año en que Ramón Lista efectuó una larga exploración por el centro y poniente patagónicos, y poco después de que el teniente de navío Eduardo O'Connor, navegando por el río Negro y el Limay, llegara a las aguas del Nahuel Huapí.
Desde 1877, y casi anualmente, un mendocino, el capitán de fragata Carlos María Moyano, recorría pacientemente los ríos santacruceños en busca de sus fuentes. Descubrió el lago Buenos Aires, fue subdelegado primero y subprefecto después en Santa Cruz, y cuando esta zona se segregó formando un territorio nacional, fue a muy justo título su primer gobernador. Precisamente el 16 de octubre de 1844, la ley Nacional N° 1532 creó dichos territorios, dividiendo a la gigantesca gobernación de Patagonia en los nuevos distritos que se llamaron La Pampa, Río Negro, Neuquén, Chubut, Santa Cruz y Tierra del Fuego.
También en 1884 comenzó la ocupación efectiva de esta isla, con la expedición del comodoro Augusto Laserre, y en 1885 se fundó la ciudad de Ushuaia, la mas austral del mundo, junto a la misión protestante de Thomas Bridges.
Dos años después, justificando la visión de quienes empecinadamente defendieron la soberanía argentina en la Patagonia, el marino Agustín del Castillo descubrió los yacimientos carboníferos de Río Turbio. Del Castillo siguió hacia el oeste, y pocos kilómetros más allá se encontró ante las aguas del Pacífico en lo que hoy es Puerto Natales. Ante las rompientes del mar enarboló la bandera nacional. Estaba a oriente de las más alta cumbres andinas y, de acuerdo con el texto del Tratado de 1881, en territorio argentino.
Y detrás de los exploradores y los misioneros fueron los colonos, grupos de alemanes, de italianos, e incluso de chilenos, a los que no se negó el derecho a poseer tierra patagónica, grupos que se sumaron a los ya veteranos galeses de Chubut.
Pero también Roca aseguró la defensa del inmenso territorio incorporado. La guerra del Pacífico se desarrolló rápidamente en sus primeras etapas. Las tropas bolivianas y peruanas fueron severamente derrotadas. Los chilenos entraron en Lima, iniciando una larga ocupación. En marzo de 1881, y a raíz del despliegue del ejército argentino en la campaña del desierto, el grueso de las fuerzas trasandinas, al mando del general Manuel Baquedano, regresaron a Chile listas para entrar en acción.
Claro que la guerra con Perú y Bolivia no había terminado, prolongándose indefinidamente y presentando, para el caso de guerra con Argentina, una peligrosa retaguardia. Lima permaneció tres años ocupada por los chilenos, bajo el mando del vicealmirante Patricio Lynch, que no en vano fue llamado "el último virrey del Perú". Pero los chilenos, como ocurre en estos casos, sólo dominaban el terreno que pisaban. En torno suyo se alzaban, inasibles y mordientes, las guerrillas serranas que levantaba un pueblo que se negaba a doblegarse.
La insostenible situación recién halló principio de solución en octubre de 1883 con el Tratado de Ancón, por el cual Perú cedió definitivamente a Chile la provincia de Tarapacá, accediendo a que siguiera ocupando diez años más Tacna y Arica, acuerdo que fue complementado en abril de 1884 con el Tratado de Tregua con Bolivia, por el cual esta República perdió Antofagasta y su salida al mar. Sin embargo, esto no significó la paz, que habría de tardar veinte años en llegar, concretándose recién en 1904 (…) Esta situación del Pacífico habría de gravitar persistentemente, en los decenios futuros, sobre las relaciones de Argentina con el gobierno de La Moneda.
Volvamos a Roca en el año 1881. En esa fecha, el ministro plenipotenciario Thomas O. Osborn calculaba las fuerzas argentinas: contaban con cuatro acorazados, esperándose en breve el ultramoderno "Almirante Brown", de 4.200 toneladas, sólidamente blindado, uno de los buques más poderosos de su tiempo. A su vez, el ejército poseía más de cien mil Rémington y una capacidad de movilización de otros tantos hombres.
No eran superfluas las precauciones. En 1881, Villegas halló a los indios pertrechados con armas de fuego de precisión, indudablemente provistas desde Chile. En 1883, en plena vigencia del Tratado limítrofe, la vanguardia argentina que ocupaba la cordillera neuquina fue asaltada por gran número de indígenas perfectamente armados y equipados. Fueron cumplidamente derrotados, pero quedó la duda de si estaban pertrechados y adiestrados por el ejército chileno, ya que las tácticas empleadas y los medios de batallar no eran precisamente aborígenes. Incluso se sospechó la presencia de oficiales chilenos. Y para completar, una compañía exploradora argentina se encontró a boca de jarro con otra chilena, entablándose un duro combate que dejó un importante saldo de muertos y heridos.
Hubo muchas explicaciones posteriores, muchas idas y venidas, y al cabo se aceptó que los chilenos "no sabían" que estaban en territorio argentino. Por las dudas, entonces, y como auxiliar de los conocimientos geográficos ajenos, más valía tener un ejército y una marina a punto.
(…) Hubo que esperar siete años para que la fijación de límites sobre el terreno, prevista en el Tratado de 1881, comenzara funcionar (…)
Tercera y última parte de la selección de textos de Scenna referidos al proceso histórico que concluyó con la incorporación de la Patagonia a la soberanía nacional. Proceso éste que combinó la astucia militar y diplomática con una concepción territorial nacionalista, integradora, modernizante y democrática. El mismo nacionalismo democrático con que se había fundado nuestro ejército y que habrá de perderse, irremediablemente, a partir de 1955.
En este sentido, vale la pena recordar parte de la Orden del Día expresada por el general Julio A. Roca a sus tropas, el 18 de abril de 1879: "En esta campaña no se arma vuestro brazo para herir compatriotas y hermanos extraviados por las pasiones políticas, o para esclavizar y arruinar pueblos o conquistar territorios de las naciones vecinas. Se arma para algo más grande y noble: para combatir por la seguridad y engrandecimiento de la Patria, por la vida y fortuna de millares de argentinos".
Durante las negociaciones, (Bernardo de) Irigoyen se mantuvo inconmovible en su tesis de la frontera por las altas cumbres, conservando intacta la Patagonia, y para ello contó con el asesoramiento directo de Francisco P. Moreno, el hombre que mejor conocía aquellas regiones, que le preparó mapas, croquis y descripciones.
Generalmente se considera como un triunfo diplomático de don Bernardo el artículo primero del Tratado de 1881. Pero fue un triunfo costoso, pues se renunció a la mitad oriental del Estrecho a cambio de su neutralización. Argentina sólo conservó estrictamente la boca atlántica del paso, en una extensión de diez kilómetros.
También se perdió la mayor parte de Tierra del Fuego y —lo más grave— se accedió a fijar el límite en el canal de Beagle, entregando la isla Navarino. De ese modo se tuvo una frontera abierta, contra natura, y bastante ilógica en el extremo sur, aparte de que la redacción del artículo 1° resultó tan difusa y ambivalente, que sus términos no tardarían en ser cuestionados por la otra parte, configurando a la postre una verdadera victoria chilena.
Bien afirma Alfredo Rizzo Romano: "El límite en del archipiélago fueguino fue fijado en forma injusta y arbitraria, para nuestro país, que desde la época colonial y primeros años de vida independiente ejerció jurisdicción sobre estas islas, dependencias de las Malvinas. En el peor de los casos, considero que la división artificial debió continuar hasta la extremidad sur continental, sin detenerse en las aguas del Beagle".
Muchos sectores recibieron muy mal el Tratado, en ambos lados de los Andes. En Chile renegaban por la "pérdida" de la Patagonia; en la Argentina se acusaba al canciller por el abandono del Estrecho y su despreocupación por retener un importante sector sureño. De allí que fueran de esperar problemas con las ratificaciones, para las que el Tratado fijaba un plazo de sesenta días.
Entró a discutirse en la Cámara de Diputados argentina, pero pasaron más de la mitad de los sesenta días previstos sin que La Moneda lo enviara al Congreso chileno. La situación fue provocando un encono creciente del lado argentino, aumentando la resistencia de los diputados y creando la sospecha de mala fe en la actitud trasandina. Llegó a espesarse tanto el ambiente que, en caso de ser rechazado por Chile, hubiera significado muy posiblemente la guerra.
Tan grave era la situación, que Irigoyen solicitó a Thomas O. Osborn que, en colaboración con su colega de Santiago, retomaran la mediación. Chile solicitó una prórroga indefinida de la ratificación, que fue rechazada por la Casa Rosada. Pidió entonces sesenta días más, que también fueron denegados. Al cabo se acordó un lapso extra de treinta días.
La Casa Rosada ya había resuelto detener la sanción definitiva del Tratado si no entraba de una vez en el Congreso chileno. Entonces Osborn convenció a Irigoyen de que el gobierno argentino debía seguir el trámite legal y ratificar el Tratado, con prescindencia de lo que hicieran en Santiago. Si allí se negaban a ratificarlo y estallaba la guerra, quedaría demostrada ante el mundo la mala fe chilena y la buena disposición argentina.
Seguro de que el conflicto estallaría de no superarse el estancamiento, Osborn presionó cuanto pudo. Respecto de Irigoyen, trabajo le costó pasar el acuerdo en el Congreso. Tuvo que hablar tres días seguidos, el último de agosto y los dos primeros de setiembre, y tal vez su carta de triunfo, lo que permitió la aprobación, fue el dato que, documentado por Francisco P. Moreno, comunicó a los legisladores: en el sur las altas cumbres cordilleranas se vuelcan hacia el Pacífico, rozando sus costas, de manera que una serie de profundas entrantes marítimas, entre ellas el Seno de Ultima Esperanza, quedarían en tierra argentina, ganando nuestro país una salida hacia aquel océano. Finalmente, el Tratado fue aprobado y promulgado el 11 de octubre de 1881.
En Chile también se aceleró el trámite, pese a la dura oposición, y fue aprobado. Faltaba canjear las ratificaciones, acontecimiento que se fijó para el 22 de octubre. Pero nevó tanto que quedó cerrada la cordillera, imposibilitando llevar los documentos. Había tanto apuro por terminar de una vez con tan peligroso asunto, que a las diez de la noche de ese día el canje de ratificaciones tuvo lugar por vía telegráfica.
Momentáneamente, las cosas parecían solucionadas. Hubo abundancia de plácemes. Roca felicitó a Irigoyen. En Buenos Aires felicitaron a Thomas O. Osborn y en Santiago a su colega en esa capital. Todos se felicitaron. De buena fe creían que se había acabado el problema.
Se completa la conquista del desierto
Simultáneamente con la conquista del desierto se creó la gobernación de Patagonia, dependiente del gobierno federal, con capital en Mercedes de Patagones, siendo designado para el cargo Alvaro Barros, que la rigió entre 1878 y 1882. En 1879 la capital cambió de nombre, tomando el de su fundador, y desde entonces se llama Viedma. Al subir Roca al poder tenía decidido alcanzar dos objetivos precisos: continuar la ocupación del sur y reorganizar a las fuerzas armadas, buscando equipararlas con las chilenas, en prevención de un posible conflicto. Las dos cosas las llevó a cabo enérgicamente.
En marzo de 1881, al comenzar la mediación de los ministros Osborn, el general Conrado Villegas comenzó la ocupación del actual territorio neuquino. El 10 de abril la ocupación estaba completada. Ese día, en Nahuel Huapi, las tropas argentinas formadas en orden de batalla, teniendo a sus pica las aguas del Limay y dando cara a la cordillera, llevaron la bandera al tope, en tanto la saludaban veintiún cañonazos que repercutieron en las rocas del soberbio paisaje.
En 1880 también comenzó otro tipo de conquista, no menos dura que la militar, con la llegada de los salesianos a la Patagonia, labor que culminaría en la personalidad del nieto del temido Calfucurá, Ceferino Namuncurá, "el santito de las tolderías", al decir de Manuel Gálvez.
En 1882, la veterana "Cabo de Hornos" del inolvidable Piedrabuena, nuestro primer buque escuela, colaboró con la expedición científica italiana dirigida por Santiago Bove. El segundo gobernador de la Patagonia, Lorenzo Vinter, continuó la exploración y ocupación efectiva del vasto sur, completándola hasta Puerto Deseado en 1884, año en que Ramón Lista efectuó una larga exploración por el centro y poniente patagónicos, y poco después de que el teniente de navío Eduardo O'Connor, navegando por el río Negro y el Limay, llegara a las aguas del Nahuel Huapí.
Desde 1877, y casi anualmente, un mendocino, el capitán de fragata Carlos María Moyano, recorría pacientemente los ríos santacruceños en busca de sus fuentes. Descubrió el lago Buenos Aires, fue subdelegado primero y subprefecto después en Santa Cruz, y cuando esta zona se segregó formando un territorio nacional, fue a muy justo título su primer gobernador. Precisamente el 16 de octubre de 1844, la ley Nacional N° 1532 creó dichos territorios, dividiendo a la gigantesca gobernación de Patagonia en los nuevos distritos que se llamaron La Pampa, Río Negro, Neuquén, Chubut, Santa Cruz y Tierra del Fuego.
También en 1884 comenzó la ocupación efectiva de esta isla, con la expedición del comodoro Augusto Laserre, y en 1885 se fundó la ciudad de Ushuaia, la mas austral del mundo, junto a la misión protestante de Thomas Bridges.
Dos años después, justificando la visión de quienes empecinadamente defendieron la soberanía argentina en la Patagonia, el marino Agustín del Castillo descubrió los yacimientos carboníferos de Río Turbio. Del Castillo siguió hacia el oeste, y pocos kilómetros más allá se encontró ante las aguas del Pacífico en lo que hoy es Puerto Natales. Ante las rompientes del mar enarboló la bandera nacional. Estaba a oriente de las más alta cumbres andinas y, de acuerdo con el texto del Tratado de 1881, en territorio argentino.
Y detrás de los exploradores y los misioneros fueron los colonos, grupos de alemanes, de italianos, e incluso de chilenos, a los que no se negó el derecho a poseer tierra patagónica, grupos que se sumaron a los ya veteranos galeses de Chubut.
Pero también Roca aseguró la defensa del inmenso territorio incorporado. La guerra del Pacífico se desarrolló rápidamente en sus primeras etapas. Las tropas bolivianas y peruanas fueron severamente derrotadas. Los chilenos entraron en Lima, iniciando una larga ocupación. En marzo de 1881, y a raíz del despliegue del ejército argentino en la campaña del desierto, el grueso de las fuerzas trasandinas, al mando del general Manuel Baquedano, regresaron a Chile listas para entrar en acción.
Claro que la guerra con Perú y Bolivia no había terminado, prolongándose indefinidamente y presentando, para el caso de guerra con Argentina, una peligrosa retaguardia. Lima permaneció tres años ocupada por los chilenos, bajo el mando del vicealmirante Patricio Lynch, que no en vano fue llamado "el último virrey del Perú". Pero los chilenos, como ocurre en estos casos, sólo dominaban el terreno que pisaban. En torno suyo se alzaban, inasibles y mordientes, las guerrillas serranas que levantaba un pueblo que se negaba a doblegarse.
La insostenible situación recién halló principio de solución en octubre de 1883 con el Tratado de Ancón, por el cual Perú cedió definitivamente a Chile la provincia de Tarapacá, accediendo a que siguiera ocupando diez años más Tacna y Arica, acuerdo que fue complementado en abril de 1884 con el Tratado de Tregua con Bolivia, por el cual esta República perdió Antofagasta y su salida al mar. Sin embargo, esto no significó la paz, que habría de tardar veinte años en llegar, concretándose recién en 1904 (…) Esta situación del Pacífico habría de gravitar persistentemente, en los decenios futuros, sobre las relaciones de Argentina con el gobierno de La Moneda.
Volvamos a Roca en el año 1881. En esa fecha, el ministro plenipotenciario Thomas O. Osborn calculaba las fuerzas argentinas: contaban con cuatro acorazados, esperándose en breve el ultramoderno "Almirante Brown", de 4.200 toneladas, sólidamente blindado, uno de los buques más poderosos de su tiempo. A su vez, el ejército poseía más de cien mil Rémington y una capacidad de movilización de otros tantos hombres.
No eran superfluas las precauciones. En 1881, Villegas halló a los indios pertrechados con armas de fuego de precisión, indudablemente provistas desde Chile. En 1883, en plena vigencia del Tratado limítrofe, la vanguardia argentina que ocupaba la cordillera neuquina fue asaltada por gran número de indígenas perfectamente armados y equipados. Fueron cumplidamente derrotados, pero quedó la duda de si estaban pertrechados y adiestrados por el ejército chileno, ya que las tácticas empleadas y los medios de batallar no eran precisamente aborígenes. Incluso se sospechó la presencia de oficiales chilenos. Y para completar, una compañía exploradora argentina se encontró a boca de jarro con otra chilena, entablándose un duro combate que dejó un importante saldo de muertos y heridos.
Hubo muchas explicaciones posteriores, muchas idas y venidas, y al cabo se aceptó que los chilenos "no sabían" que estaban en territorio argentino. Por las dudas, entonces, y como auxiliar de los conocimientos geográficos ajenos, más valía tener un ejército y una marina a punto.
(…) Hubo que esperar siete años para que la fijación de límites sobre el terreno, prevista en el Tratado de 1881, comenzara funcionar (…)
domingo, 29 de agosto de 2010
EL FANTASMA DE PATRIA CHICA
Por Miguel A. Scenna
Segunda entrega de un texto crucial, tanto para la comprensión de la geopolítica nacional del ejército roquista, como para situar en un ilustrativo período histórico, el modo en que actuó —y actúa hoy desde nuevas argumentaciones— la más perdurable de las zonceras argentinas: “el mal que nos aqueja es la extensión”.
Con el fantasma de la guerra planeando permanentemente, ante un rival belicoso y muy bien pertrechado, se imponía la necesidad de armar adecuadamente al ejército y la marina nacional y proceder a la ocupación efectiva de la Patagonia, que abandonada a su suerte podía ser presa de cualquier intriga. Recuérdese que en 1860 un pintoresco francés de apellido Tounens se "coronó" a sí mismo rey de Araucania y Patagonia, con el sonoro nombre de Orllie-Antoine I. Parece un chiste, pero todavía quedan pretendientes a esa alucinante monarquía.
Ya el 23 de agosto de 1867, en las postrimerías del gobierno de (Bartolomé) Mitre, el Congreso había sancionado una ley disponiendo el avance y ocupación hasta el río Negro. Al año siguiente el presidente (Faustino) Sarmiento ordenó, como paso previo, ocupar la isla de Choele Choel. Era pertinente la medida, pues por allí pasaba el Camino de los Chilenos, por donde fluía hacia más allá de los Andes la riqueza argentina. Pero justamente por ello las tribus se alarmaron y el omnipotente Calfucurá amenazó con desatar una guerra implacable.
El teniente coronel de marina Ceferino Ramírez, al mando de la nave Río Negro, se internó en 1872 por esa vía y llegó a Choele Choel, pero las cosas no pasaron de allí. Sarmiento titubeó ante la amenazadora posición de las tribus y al cabo todo quedó en nada.
La inhábil política del canciller (Mariano) Varela se las arregla para que, tan pronto como acabó la guerra del Paraguay, nos viéramos a punto de entrar en otra con Brasil. La amenaza fue tan grande, que urgentemente hubo que pensar en rearmar el país, provisto de anticuadas armas de fuego y con tres o cuatro barquitos de río que recibían el nombre de Escuadra Nacional. De manera que Sarmiento firmó la ley que, en mayo de 1872, dispuso la compra de tres acorazados modernos y una importante cantidad de armas portátiles automáticas.
Pero las nubes apretadas del lado de Brasil se disiparon. Todo se arregló y reinó la paz. Entonces comenzó a ensombrecerse el horizonte chileno. Los acorazados pedidos tardarían en llegar y la situación se agravaba con un encono creciente. (Nicolás) Avellaneda, con su ministro de Guerra y Marina, Adolfo Alsina, estuvo de acuerdo en la necesidad de ocupar el enorme desierto sureño y armar el país para cualquier eventualidad.
Y como es común en estos casos, se dejaron oír quejosas voces de protesta por las sumas destinadas a fines militares. Los disconformes señalaban que el país atravesaba una severa crisis económica, que estábamos endeudados hasta las cejas, que infinidad de necesidades yacían en la orfandad, etc., etc. Todo ello era cierto, pero tanto como que las costas de la República Argentina se extienden miles de kilómetros sobre el Atlántico, totalmente abiertas e indefensas, y que es ilusorio pretender conservarlas sin una marina de guerra eficiente y suficiente. Lo mismo que las dilatadas fronteras terrestres, exigían la correspondiente custodia de un ejército equipado y adiestrado.
Entre las voces disonantes que se alzaron para condenar la creación de una poderosa marina de guerra, se contó impensadamente con la del propio Sarmiento, fundador de la Escuela Naval. Comentando una memoria elevada al Congreso proponiendo la ocupación del sur patagónico y la comunicación adecuada de los puertos de aquella costa, el ex presidente dijo en El Nacional del 7 de junio de 1879:
"Al sur, desde el Río de la Plata a Magallanes, no tiene (la Argentina) territorios que por su opulencia y variedad de su vegetación, por la, profundidad y utilidad de los ríos que desembocan al océano, prometan servir de asiento a grandes y florecientes ciudades... Nosotros necesitamos, por el contrario, reconcentrar nuestras fuerzas dentro del Río de la Plata, a lo largo de sus afluentes... Tengamos enhorabuena marina de agua dulce... No debemos, no hemos de ser nación marítima. Las costas del sur no valdrán nunca la pena de crear para ellas una marina … Colonicemos río arriba; colonicemos alrededor de nuestras propias ciudades y no imaginemos Eldorados ... porque el país no vale la pena correr los azares de una población lejana. En el sur podemos tener Chubuts y Mercedes y Carmen de Patagones, rudimentos de extranjeros rebeldes y de miserables aldeas. Bahía Blanca será algún día algo; aunque nadie le ha impedido serlo en tres siglos (¿!) de vida; pero no querramos ponerla en conservatorio, creando marina para ir a recoger huevos y plumas de avestruz".
Así escribía "El Profeta" poco después de dejar la primera magistratura de la República Argentina. Da pena transcribir páginas como ésa, pero es un inmejorable exponente del concepto de Patria Chica: nada debía defenderse, todo debía abandonarse, reduciendo la Argentina al radio de Buenos Aires y su hinterland. Hermoso ejemplo de mentalidad sin fronteras, volcada hacía adentro, introvertida, inmediata, cegada a todo lo que no fuera la pampa húmeda y su zona de influencia. El resto no merece cuidados. No por casualidad perdimos tantos territorios.
Afortunadamente, muchos argentinos menos prominentes en el recuerdo de la posteridad y hoy sin bustos a cada paso, pensaron de otro modo. Como dice Tamagno (1):
"La Divina Providencia ha querido poner en ridículo a este hombre de genio; no eran huevos y plumas los que iríamos a buscar a la Patagonia: era petróleo, hierro y carbón. Justamente lo que puede darnos el desarrollo industrial para llegar a tener marina, y esa posibilidad estaba en la Patagonia que él desaprensivamente repudió tantas veces. Es que, ab initio, el genio estaba equivocado; no era entregando nuestra economía, sino defendiéndola, que podíamos llegar a ser algo. Todavía estamos en el pantano de agua dulce en que nos sumergió”.
Irónicamente, y demostrando que —por suerte— la realidad resultó más grande que sus profecías, durante medio siglo la nave escuela en que se graduó medio centenar de promociones de marinos argentinos, paseó el nombre de Sarmiento por todos los mares del mundo.
La segunda conquista del desierto
El momento era propicio para completar la ocupación efectiva del sur. Desde que asumió el Ministerio de Guerra y Marina, Adolfo Alsina comenzó a poner en marcha un plan: un avance progresivo de la frontera, adelantando una línea de fuertes y excavando un ancho zanjón. Una vez colonizada la retaguardia y convenientemente poblada, se adelantaría otro tanto, y así sucesivamente, de modo que a la postre era un plan defensivo y a largo plazo, que tardaría muchos años en concretarse. El comandante en jefe de la frontera interior, general Julio Argentino Roca, se opuso a mecanismo tan lento (…).
(…) La polémica halló inesperada solución cuando en los últimos días de 1877 falleció Alsina, pasando Roca al ministerio. En adelante quedó definida la tónica a seguir. En agosto de 1878, planeando gravemente la amenaza de guerra con Chile, el gobierno propuso al Congreso la ocupación del desierto hasta el río Negro. El 4 de octubre fue sancionada la ley, y el 5 promulgada por el presidente Avellaneda. Las razones de la urgencia fueron expresadas por Roca:
"No hay argentino que no comprenda en estos momentos, en que somos agredidos por las pretensiones chilenas, que debemos tomar posesión real y efectiva de la Patagonia, empezando por llevar la población a Río Negro”.
A mediados de abril de 1879, Julio A. Roca se puso al frente del ejército e inició la gran batida que, de varios puntos y siguiendo a grandes líneas el camino trazado por Rosas, avanzó sobre las desoladas regiones. El 24 de mayo establecía su cuartel general a orillas del río Negro, cuyas márgenes ocupó, desprendiendo desde allí una serie de expediciones para arrojar a los indígenas hacia la cordillera de donde llegaran. El plan se había cumplido con perfecta precisión en apenas cuarenta días.
Se ha señalado que esta segunda conquista del desierto fue sin lucha, tan sólo un paseo militar con demasiada bambolla. Cierto que se vino a descubrir que había menos indios de lo pensado. Los modernos Remington automáticos, con tiro de precisión y gran alcance, y los grandes encuentros de años anteriores, sobre todo la batalla de San Carlos, habían dejado casi sin indios de pelea a las tribus, que fueron arrasadas sin trabajo.
Pero el despliegue bélico y la publicitación tenían dos destinatarios precisos. La conquista debía repercutir sonoramente tanto en Buenos Aires como en Santiago. Y Roca logró las dos cosas. Tan pronto como cumplió su promesa, Roca delegó el mando en el coronel Conrado Villegas y volvió a toda prisa a la Capital para digitar otra conquista, que acabaría en un enfrentamiento mayor y más sangriento con el gobernador (Carlos) Tejedor y cuyo premio era la presidencia de la República.
Chile, embarcado en la guerra del Pacífico, contempló con aprensión el avance del ejército argentino. Más allá de la bambolla, los chilenos apreciaron la capacidad operativa, la velocidad de maniobra, la precisión matemática de las acciones de las cinco divisiones empleadas, la resistencia de los soldados y la evidente calidad de los equipos y armamentos. Poco después, la breve guerra civil que a mediados de 1880 tuvo por escenario Buenos Aires, enconadamente peleada por ambos bandos, completó el panorama con la imagen de un pueblo aguerrido y bien plantado para la lucha. Y sacaron conclusiones.
El Tratado de 1881
Roca asumió la presidencia de la República el 1ro. de octubre de 1880, con el problema planteado con Chile sin visos de arreglo. Su primer cuidado fue llevar a la cancillería, con toda intención, a un veterano de esos negocios: don Bernardo de Irigoyen. Sabía que pocos conocían el largo debate como él, y que si había alguien capaz de sacar las cosas adelante sin guerra y con honor, era precisamente don Bernardo.
No había plenipotenciario chileno en Buenos Aires, ni argentino en Santiago. Las relaciones estaban en el aire y podían agrietarse en cualquier momento. Fue entonces que dos norteamericanos decidieron mediar. Es curioso, pero entre los millones de americanos del Norte, estos dos tenían el mismo apellido, sin ser parientes. No sólo eso. Para completar la broma del destino, también compartían un mismo nombre: Thomas Osborn. Afortunadamente, las respectivas madres tuvieron la buena idea de agregarles un segundo nombre, que esta vez, casualmente, fue distinto. Thomas Obden Osborn era plenipotenciario de los Estados Unidos en Buenos Aires, y Thomas Andrew Osborn cubría el mismo cargo en Chile.
Abrió luego el de Santiago, a fines de 1880, escribiendo a su colega de este lado que había sondeado las disposiciones de La Moneda, encontrando buena disposición para llegar a un arreglo pacífico con Argentina, en base a un arbitraje que tomara por punto de partida el artículo 38 del Tratado de 1855. Chile no deseaba la guerra —estaba metido en otra— pero por razones de prestigio se negaba a tomar la iniciativa en la reanudación de las negociaciones. Como suponía que otro tanto pasaba con la Casa Rosada, pedía al plenipotenciario en Buenos Aires su colaboración. De inmediato Thomas O. Osborn pidió audiencia a Bernardo de Irigoyen, que lo recibió esa misma noche en su casa particular. El canciller escuchó atentamente, mostró cauto interés y manifestó que debía consultar con el presidente. El 2 de enero de 1881 dio su primera respuesta, aceptando la mediación siempre que la Patagonia quedara fuera del arbitraje, cosa que fue inmediatamente comunicada por Osborn a su colega en Santiago.
En ese momento, las posiciones mínimas de ambos gobiernos parecían haber cristalizado en precisas pretensiones. Chile reivindicaba toda la cordillera patagónica, es decir ambas faldas hasta la llanura, todo el Estrecho de Magallanes, e íntegras Tierra del Fuego y las islas australes, mientras Argentina no aceptaba otra línea que no fuera la de las altas cumbres cordilleranas, la boca oriental del Estrecho, parte de Tierra del Fuego y de las islas australes. En sus conversaciones con Osborn, Irigoyen lo interiorizó de la disputa y los términos de las pretensiones chilenas. Courtney Letts de Spills ha publicado (2) algunas cartas intercambiadas por los plenipotenciarios norteamericanos en ese período y entre ellas transcribe una de Thomas O. a Thomas A., en que dice:
"... me inclino a pensar que este gobierno declinará aceptar … porque Chile pone ahora una interpretación del artículo 89 que es completamente extraña a su contenido, el que fue mal entendido ... por el gobierno chileno. El arbitraje..., en mi opinión, será declinado a menos que la cuestión sometida se confine a la simple cuestión de límites entre los dos países y no envuelva la cuestión de la Patagonia, sobre todo la base de que una cuestión de límites es muy diferente de la propiedad de los territorios inmediatos. La primera trata meramente del lugar donde la línea limítrofe pasa entre dos países ..., pero la última, tomando el caso en cuestión, trata de un inmenso territorio que ocupa nada menos que nueve grados de latitud. Se considera que semejante cuestión no puede ser llamada... de límites, sino de dominio".
En verdad, tras la voz del plenipotenciario se alzaba claramente la tesis de Irigoyen. Ambos diplomáticos mantuvieron una densa comunicación, de la que tenían al tanto a las cancillerías, que a su vez facilitaron en todo lo posible dicha comunicación. Al cabo, llegaron a la convicción de que el mejor arreglo de la espinosa cuestión debía basarse en el protocolo Irigoyen-Barros Arana de 1876, en su momento rechazado por Chile, y en la necesidad previa de reconocer a la Patagonia como parte integrante de Argentina.
A principios de junio de 1881 se llegó a un acuerdo entre las partes, hecho oficialmente anunciado el día 3 en Santiago y el 6 en Buenos Aires. Por fin, el 23 de junio se firmó en la capital argentina el fundamental documento, por el cual Chile renunciaba a sus pretensiones a la Patagonia y Argentina resignaba sus derechos al Estrecho y a la mitad de Tierra del Fuego. Por nuestro gobierno lo suscribió Bernardo de Irigoyen y por Chile el cónsul Francisco de Borja Echeverría, telegráficamente ascendido a plenipotenciario para el caso, y en Santiago lo hicieron el canciller José Manuel Balmaceda y el cónsul Agustín Arroyo, investido de plenipotencias desde Buenos Aires por el mismo procedimiento.
Notas:
(1) Roberto Tamagno, Sarmiento, los liberales y el imperialismo inglés, Ed. Peña Lillo, Buenos Aires, 1969, pág. 86.
(2) Noticias confidenciales de Buenos Aires a USA (1869-1892), Ed. Jorge Álvarez, Buenos Aires, 1969.
Segunda entrega de un texto crucial, tanto para la comprensión de la geopolítica nacional del ejército roquista, como para situar en un ilustrativo período histórico, el modo en que actuó —y actúa hoy desde nuevas argumentaciones— la más perdurable de las zonceras argentinas: “el mal que nos aqueja es la extensión”.
Con el fantasma de la guerra planeando permanentemente, ante un rival belicoso y muy bien pertrechado, se imponía la necesidad de armar adecuadamente al ejército y la marina nacional y proceder a la ocupación efectiva de la Patagonia, que abandonada a su suerte podía ser presa de cualquier intriga. Recuérdese que en 1860 un pintoresco francés de apellido Tounens se "coronó" a sí mismo rey de Araucania y Patagonia, con el sonoro nombre de Orllie-Antoine I. Parece un chiste, pero todavía quedan pretendientes a esa alucinante monarquía.
Ya el 23 de agosto de 1867, en las postrimerías del gobierno de (Bartolomé) Mitre, el Congreso había sancionado una ley disponiendo el avance y ocupación hasta el río Negro. Al año siguiente el presidente (Faustino) Sarmiento ordenó, como paso previo, ocupar la isla de Choele Choel. Era pertinente la medida, pues por allí pasaba el Camino de los Chilenos, por donde fluía hacia más allá de los Andes la riqueza argentina. Pero justamente por ello las tribus se alarmaron y el omnipotente Calfucurá amenazó con desatar una guerra implacable.
El teniente coronel de marina Ceferino Ramírez, al mando de la nave Río Negro, se internó en 1872 por esa vía y llegó a Choele Choel, pero las cosas no pasaron de allí. Sarmiento titubeó ante la amenazadora posición de las tribus y al cabo todo quedó en nada.
La inhábil política del canciller (Mariano) Varela se las arregla para que, tan pronto como acabó la guerra del Paraguay, nos viéramos a punto de entrar en otra con Brasil. La amenaza fue tan grande, que urgentemente hubo que pensar en rearmar el país, provisto de anticuadas armas de fuego y con tres o cuatro barquitos de río que recibían el nombre de Escuadra Nacional. De manera que Sarmiento firmó la ley que, en mayo de 1872, dispuso la compra de tres acorazados modernos y una importante cantidad de armas portátiles automáticas.
Pero las nubes apretadas del lado de Brasil se disiparon. Todo se arregló y reinó la paz. Entonces comenzó a ensombrecerse el horizonte chileno. Los acorazados pedidos tardarían en llegar y la situación se agravaba con un encono creciente. (Nicolás) Avellaneda, con su ministro de Guerra y Marina, Adolfo Alsina, estuvo de acuerdo en la necesidad de ocupar el enorme desierto sureño y armar el país para cualquier eventualidad.
Y como es común en estos casos, se dejaron oír quejosas voces de protesta por las sumas destinadas a fines militares. Los disconformes señalaban que el país atravesaba una severa crisis económica, que estábamos endeudados hasta las cejas, que infinidad de necesidades yacían en la orfandad, etc., etc. Todo ello era cierto, pero tanto como que las costas de la República Argentina se extienden miles de kilómetros sobre el Atlántico, totalmente abiertas e indefensas, y que es ilusorio pretender conservarlas sin una marina de guerra eficiente y suficiente. Lo mismo que las dilatadas fronteras terrestres, exigían la correspondiente custodia de un ejército equipado y adiestrado.
Entre las voces disonantes que se alzaron para condenar la creación de una poderosa marina de guerra, se contó impensadamente con la del propio Sarmiento, fundador de la Escuela Naval. Comentando una memoria elevada al Congreso proponiendo la ocupación del sur patagónico y la comunicación adecuada de los puertos de aquella costa, el ex presidente dijo en El Nacional del 7 de junio de 1879:
"Al sur, desde el Río de la Plata a Magallanes, no tiene (la Argentina) territorios que por su opulencia y variedad de su vegetación, por la, profundidad y utilidad de los ríos que desembocan al océano, prometan servir de asiento a grandes y florecientes ciudades... Nosotros necesitamos, por el contrario, reconcentrar nuestras fuerzas dentro del Río de la Plata, a lo largo de sus afluentes... Tengamos enhorabuena marina de agua dulce... No debemos, no hemos de ser nación marítima. Las costas del sur no valdrán nunca la pena de crear para ellas una marina … Colonicemos río arriba; colonicemos alrededor de nuestras propias ciudades y no imaginemos Eldorados ... porque el país no vale la pena correr los azares de una población lejana. En el sur podemos tener Chubuts y Mercedes y Carmen de Patagones, rudimentos de extranjeros rebeldes y de miserables aldeas. Bahía Blanca será algún día algo; aunque nadie le ha impedido serlo en tres siglos (¿!) de vida; pero no querramos ponerla en conservatorio, creando marina para ir a recoger huevos y plumas de avestruz".
Así escribía "El Profeta" poco después de dejar la primera magistratura de la República Argentina. Da pena transcribir páginas como ésa, pero es un inmejorable exponente del concepto de Patria Chica: nada debía defenderse, todo debía abandonarse, reduciendo la Argentina al radio de Buenos Aires y su hinterland. Hermoso ejemplo de mentalidad sin fronteras, volcada hacía adentro, introvertida, inmediata, cegada a todo lo que no fuera la pampa húmeda y su zona de influencia. El resto no merece cuidados. No por casualidad perdimos tantos territorios.
Afortunadamente, muchos argentinos menos prominentes en el recuerdo de la posteridad y hoy sin bustos a cada paso, pensaron de otro modo. Como dice Tamagno (1):
"La Divina Providencia ha querido poner en ridículo a este hombre de genio; no eran huevos y plumas los que iríamos a buscar a la Patagonia: era petróleo, hierro y carbón. Justamente lo que puede darnos el desarrollo industrial para llegar a tener marina, y esa posibilidad estaba en la Patagonia que él desaprensivamente repudió tantas veces. Es que, ab initio, el genio estaba equivocado; no era entregando nuestra economía, sino defendiéndola, que podíamos llegar a ser algo. Todavía estamos en el pantano de agua dulce en que nos sumergió”.
Irónicamente, y demostrando que —por suerte— la realidad resultó más grande que sus profecías, durante medio siglo la nave escuela en que se graduó medio centenar de promociones de marinos argentinos, paseó el nombre de Sarmiento por todos los mares del mundo.
La segunda conquista del desierto
El momento era propicio para completar la ocupación efectiva del sur. Desde que asumió el Ministerio de Guerra y Marina, Adolfo Alsina comenzó a poner en marcha un plan: un avance progresivo de la frontera, adelantando una línea de fuertes y excavando un ancho zanjón. Una vez colonizada la retaguardia y convenientemente poblada, se adelantaría otro tanto, y así sucesivamente, de modo que a la postre era un plan defensivo y a largo plazo, que tardaría muchos años en concretarse. El comandante en jefe de la frontera interior, general Julio Argentino Roca, se opuso a mecanismo tan lento (…).
(…) La polémica halló inesperada solución cuando en los últimos días de 1877 falleció Alsina, pasando Roca al ministerio. En adelante quedó definida la tónica a seguir. En agosto de 1878, planeando gravemente la amenaza de guerra con Chile, el gobierno propuso al Congreso la ocupación del desierto hasta el río Negro. El 4 de octubre fue sancionada la ley, y el 5 promulgada por el presidente Avellaneda. Las razones de la urgencia fueron expresadas por Roca:
"No hay argentino que no comprenda en estos momentos, en que somos agredidos por las pretensiones chilenas, que debemos tomar posesión real y efectiva de la Patagonia, empezando por llevar la población a Río Negro”.
A mediados de abril de 1879, Julio A. Roca se puso al frente del ejército e inició la gran batida que, de varios puntos y siguiendo a grandes líneas el camino trazado por Rosas, avanzó sobre las desoladas regiones. El 24 de mayo establecía su cuartel general a orillas del río Negro, cuyas márgenes ocupó, desprendiendo desde allí una serie de expediciones para arrojar a los indígenas hacia la cordillera de donde llegaran. El plan se había cumplido con perfecta precisión en apenas cuarenta días.
Se ha señalado que esta segunda conquista del desierto fue sin lucha, tan sólo un paseo militar con demasiada bambolla. Cierto que se vino a descubrir que había menos indios de lo pensado. Los modernos Remington automáticos, con tiro de precisión y gran alcance, y los grandes encuentros de años anteriores, sobre todo la batalla de San Carlos, habían dejado casi sin indios de pelea a las tribus, que fueron arrasadas sin trabajo.
Pero el despliegue bélico y la publicitación tenían dos destinatarios precisos. La conquista debía repercutir sonoramente tanto en Buenos Aires como en Santiago. Y Roca logró las dos cosas. Tan pronto como cumplió su promesa, Roca delegó el mando en el coronel Conrado Villegas y volvió a toda prisa a la Capital para digitar otra conquista, que acabaría en un enfrentamiento mayor y más sangriento con el gobernador (Carlos) Tejedor y cuyo premio era la presidencia de la República.
Chile, embarcado en la guerra del Pacífico, contempló con aprensión el avance del ejército argentino. Más allá de la bambolla, los chilenos apreciaron la capacidad operativa, la velocidad de maniobra, la precisión matemática de las acciones de las cinco divisiones empleadas, la resistencia de los soldados y la evidente calidad de los equipos y armamentos. Poco después, la breve guerra civil que a mediados de 1880 tuvo por escenario Buenos Aires, enconadamente peleada por ambos bandos, completó el panorama con la imagen de un pueblo aguerrido y bien plantado para la lucha. Y sacaron conclusiones.
El Tratado de 1881
Roca asumió la presidencia de la República el 1ro. de octubre de 1880, con el problema planteado con Chile sin visos de arreglo. Su primer cuidado fue llevar a la cancillería, con toda intención, a un veterano de esos negocios: don Bernardo de Irigoyen. Sabía que pocos conocían el largo debate como él, y que si había alguien capaz de sacar las cosas adelante sin guerra y con honor, era precisamente don Bernardo.
No había plenipotenciario chileno en Buenos Aires, ni argentino en Santiago. Las relaciones estaban en el aire y podían agrietarse en cualquier momento. Fue entonces que dos norteamericanos decidieron mediar. Es curioso, pero entre los millones de americanos del Norte, estos dos tenían el mismo apellido, sin ser parientes. No sólo eso. Para completar la broma del destino, también compartían un mismo nombre: Thomas Osborn. Afortunadamente, las respectivas madres tuvieron la buena idea de agregarles un segundo nombre, que esta vez, casualmente, fue distinto. Thomas Obden Osborn era plenipotenciario de los Estados Unidos en Buenos Aires, y Thomas Andrew Osborn cubría el mismo cargo en Chile.
Abrió luego el de Santiago, a fines de 1880, escribiendo a su colega de este lado que había sondeado las disposiciones de La Moneda, encontrando buena disposición para llegar a un arreglo pacífico con Argentina, en base a un arbitraje que tomara por punto de partida el artículo 38 del Tratado de 1855. Chile no deseaba la guerra —estaba metido en otra— pero por razones de prestigio se negaba a tomar la iniciativa en la reanudación de las negociaciones. Como suponía que otro tanto pasaba con la Casa Rosada, pedía al plenipotenciario en Buenos Aires su colaboración. De inmediato Thomas O. Osborn pidió audiencia a Bernardo de Irigoyen, que lo recibió esa misma noche en su casa particular. El canciller escuchó atentamente, mostró cauto interés y manifestó que debía consultar con el presidente. El 2 de enero de 1881 dio su primera respuesta, aceptando la mediación siempre que la Patagonia quedara fuera del arbitraje, cosa que fue inmediatamente comunicada por Osborn a su colega en Santiago.
En ese momento, las posiciones mínimas de ambos gobiernos parecían haber cristalizado en precisas pretensiones. Chile reivindicaba toda la cordillera patagónica, es decir ambas faldas hasta la llanura, todo el Estrecho de Magallanes, e íntegras Tierra del Fuego y las islas australes, mientras Argentina no aceptaba otra línea que no fuera la de las altas cumbres cordilleranas, la boca oriental del Estrecho, parte de Tierra del Fuego y de las islas australes. En sus conversaciones con Osborn, Irigoyen lo interiorizó de la disputa y los términos de las pretensiones chilenas. Courtney Letts de Spills ha publicado (2) algunas cartas intercambiadas por los plenipotenciarios norteamericanos en ese período y entre ellas transcribe una de Thomas O. a Thomas A., en que dice:
"... me inclino a pensar que este gobierno declinará aceptar … porque Chile pone ahora una interpretación del artículo 89 que es completamente extraña a su contenido, el que fue mal entendido ... por el gobierno chileno. El arbitraje..., en mi opinión, será declinado a menos que la cuestión sometida se confine a la simple cuestión de límites entre los dos países y no envuelva la cuestión de la Patagonia, sobre todo la base de que una cuestión de límites es muy diferente de la propiedad de los territorios inmediatos. La primera trata meramente del lugar donde la línea limítrofe pasa entre dos países ..., pero la última, tomando el caso en cuestión, trata de un inmenso territorio que ocupa nada menos que nueve grados de latitud. Se considera que semejante cuestión no puede ser llamada... de límites, sino de dominio".
En verdad, tras la voz del plenipotenciario se alzaba claramente la tesis de Irigoyen. Ambos diplomáticos mantuvieron una densa comunicación, de la que tenían al tanto a las cancillerías, que a su vez facilitaron en todo lo posible dicha comunicación. Al cabo, llegaron a la convicción de que el mejor arreglo de la espinosa cuestión debía basarse en el protocolo Irigoyen-Barros Arana de 1876, en su momento rechazado por Chile, y en la necesidad previa de reconocer a la Patagonia como parte integrante de Argentina.
A principios de junio de 1881 se llegó a un acuerdo entre las partes, hecho oficialmente anunciado el día 3 en Santiago y el 6 en Buenos Aires. Por fin, el 23 de junio se firmó en la capital argentina el fundamental documento, por el cual Chile renunciaba a sus pretensiones a la Patagonia y Argentina resignaba sus derechos al Estrecho y a la mitad de Tierra del Fuego. Por nuestro gobierno lo suscribió Bernardo de Irigoyen y por Chile el cónsul Francisco de Borja Echeverría, telegráficamente ascendido a plenipotenciario para el caso, y en Santiago lo hicieron el canciller José Manuel Balmaceda y el cónsul Agustín Arroyo, investido de plenipotencias desde Buenos Aires por el mismo procedimiento.
Notas:
(1) Roberto Tamagno, Sarmiento, los liberales y el imperialismo inglés, Ed. Peña Lillo, Buenos Aires, 1969, pág. 86.
(2) Noticias confidenciales de Buenos Aires a USA (1869-1892), Ed. Jorge Álvarez, Buenos Aires, 1969.
lunes, 23 de agosto de 2010
LA DISPUTA POR LA PATAGONIA
Por Miguel A. Scenna
Arturo Jauretche (1901-1974) fue quien sistematizó en su libro Ejército y política la tensión fundamental de la política argentina, partiendo de la oposición entre los términos Patria Grande y Patria Chica. “La política del espacio, es decir, la preocupación de las fronteras, es la condición primaria de una Política Nacional”, escribió.
Así, también, en perspectiva histórica señalaba: “Mientras Brasil puso su acento en la extensión, al igual que los hombres de nuestra Patria Grande, la Patria Chica se llamó progresista y puso su acento en la profundidad haciendo predominar la idea del progreso acelerado sobre la extensión”.
Un buen ejemplo es el de Faustino Sarmiento (1811-1888), paladín de la “corrección política” a pesar de su gestualidad inconforme, quien aportó su formidable pluma al progresismo de Patria Chica, en el momento en que Ejército Nacional, fundado por Julio Roca (1843-1914), se aprestaba a emprender la más importante política de fronteras de la historia argentina.
Hoy no estamos tan lejos. El actual afianzamiento de la discursividad indigenista —siempre funcional a las narrativas sociales disgregadoras— promueve la execración de aquella campaña que, en un momento estratégicamente fundamental, incorporó la Patagonia a la soberanía nacional.
Como un aporte a esta discusión, vamos a publicar una serie de escritos dedicados a los motivos, circunstancias y contextos de aquel período crucial.
Comenzaremos con el primero de tres fragmentos de una obra imprescindible de nuestra historiografía: Argentina — Chile: una frontera caliente de Miguel Angel Scenna (1924-1981), tratando de ubicar la interpretación de la campaña roquista en un marco más amplio del que ofrecen los viejos y nuevos “progresistas”.
Desde principios de la década, Chile se armaba aceleradamente, hasta llegar a contar con los más modernos equipos bélicos de Sudamérica. Súmese a ello un ejercito aguerrido, una situación económica mas brillante que las de sus vecinos y una conducción nacionalista e imperial de su política externa (...).
Chile estaba decidido a la expansión territorial, y ya conocemos los dos campos que tenía en vista: la zona boliviana de Atacama y la Patagonia argentina.
La guerra era inevitable con uno u otro, y en 1879 pesó más la región norteña, donde los acontecimientos se precipitaron. Hacía años que Chile preparaba pacientemente el golpe, favorecido por la desidia con que el gobierno boliviano mantenía en el abandono esa región desértica, pero de apreciable riqueza minera, al sur de la cual corría el difuso e impreciso límite internacional. El descubrimiento de guano, salitre y nitrato de soda, en la zona, atrajo de inmediato el interés chileno, iniciándose una doble vía de infiltración: por un lado una creciente emigración de obreros y braceros chilenos hacia el desierto de Atacama; por el otro, la inversión de cuantiosos capitales de la misma nacionalidad para la explotación de las riquezas.
Bolivia, hundida en el pantano de una interminable anarquía, protestó en varias oportunidades por los avances chilenos, pero la situación política interna le impidió encarar las cosas de manera eficiente, y la penetración continuó sin inconvenientes. Cuando se quisieron acordar, en Atacama había más chilenos que bolivianos.
A su vez, como las condiciones mineras favorables se extendían hasta territorio peruano, hacia allí comenzó a dirigirse la mirada chilena. Este enfoque invocó un acercamiento entre Lima y La Paz, y el gobierno boliviano sugirió al presidente (Faustino) Sarmiento la posibilidad de una alianza argentino-boliviana, verdadero huevo de Colón para neutralizar la amenaza chilena, y cuyo premio para Argentina, además de espantar los fantasmas del sur, sería la restitución de Tarija. Parece mentira, pero las negociaciones no prosperaron. Da la impresión de que en Buenos Aires no se había comprendido cabalmente que nuestros aliados naturales eran aquellas repúblicas norteñas.
En 1873 Bolivia y Perú firmaron un tratado que mantuvieron en secreto, con fines a la común defensa. La situación de Atacama, con una mayoría chilena no integrada, dueña del capital y del trabajo, debía desembocar en la guerra. Un impuesto decretado por el gobierno de La Paz y la posterior confiscación de una compañía chilena que se negó a pagarlo, conformaron el casus belli.
El 8 de febrero de 1879 Chile elevó un ultimátum a La Paz, y sin esperar la respuesta, sus fuerzas armadas invadieron Bolivia y tomaron el día 12 la ciudad de Antofagasta. Rápidamente completaron la ocupación de Atacama, sin previa declaración de guerra.
Téngase en cuenta que en aquellos tiempos se respetaba la formalidad de la previa declaración antes de iniciar operaciones. El hecho de empezar y terminar las guerras sin molestarse en declararlas es cosa de nuestros días. A principios de este siglo, Japón fue violentamente criticado por atacar a Rusia sin previo aviso (lo mismo haría en la década del treinta con China y en 1941 con Estados Unidos), pero ya Chile había empleado el procedimiento en 1879, logrando con ese golpe fulminante ganar la región en litigio y colocarse de entrada en situación ventajosa.
Alegando el tratado secreto entre Bolivia y Perú, también embistió a esta república. El 2 de abril el Congreso chileno autorizaba a declarar la guerra a ambos países. Las operaciones ya llevaban dos meses de desarrollo.
La oportunidad perdida
La iniciación de la Guerra del Pacífico aconsejó al gobierno del presidente (Aníbal) Pinto paliar el conflicto con Argentina, para ganar su neutralidad. La república trasandina se las podía ver victoriosamente con Perú y Bolivia juntas, ya que ninguna de ellas podía contender entonces con Chile, ni política, ni social, ni económica, ni militarmente. Pero si se sumaba Argentina las cosas podrían ser no tan seguras. Claro que apenas tenía flota, pero el ejército, numeroso y aguerrido, estaba recibiendo armas modernas. Además, la lógica enseña que no deben emprenderse guerras en dos frentes.
(…) Lo cierto es que la Casa Rosada ya había resuelto desentenderse del asunto, en medio de una situación política interna cada vez más grave, que amenazaba convertir en guerra civil la sucesión presidencial de (Nicolás) Avellaneda. Ello a pesar de la fuerte presión interna y externa que pesaba sobre la Casa Rosada. Bolivia y Perú descontaban la intervención argentina y nada olvidaron para producirla, desde la devolución de Tarija hasta la entrega de una buena parte del Chaco y una salida al Pacífico para nuestro país.
En lo interno, era abrumadora la simpatía popular hacia los países norteños y desde muchos núcleos influyentes se reclamaba la entrada en guerra para ayudarlos. El espíritu belicoso llegó a tal extremo que pudo haber arrastrado a otro gobierno, pero se estrelló contra la firme decisión de Avellaneda de mantener la neutralidad, si bien ésta jamás fue expresamente declarada.
No les faltaba razón a los críticos. La Argentina no podía desentenderse de los acontecimientos que ocurrían en el Pacífico, facilitando con su quietud la ruptura del equilibrio internacional en favor de Chile, nuestro eventual enemigo, y para quien éramos la siguiente víctima. La única explicación coherente de esta actitud es que la Casa Rosada pensaba aprovechar el conflicto para presionar sobre Chile y lograr una solución favorable en el sur. Veremos que tampoco había nada de eso. Los problemas internos, una vez más, habían obnubilado irremediablemente a nuestros dirigentes. (…)
El camino de los chilenos
Era inútil seguir manteniendo pujas diplomáticas si no se ocupaba real y efectivamente el inmenso territorio vacío del sur. Desde que, más de cuarenta años atrás, (Juan Manuel de) Rosas ocupara la línea del río Negro mandando una avanzada hasta Valcheta, la frontera interna con el indio había retrocedido de manera alarmante, hasta llegar al centro actual de la provincia de Buenos Aires. Teóricamente, aquel desierto estaba bajo jurisdicción argentina, pero en la realidad los únicos dueños eran las tribus indígenas que lo recorrían y que cada tanto se arrojaban en malones sobre las poblaciones. Algunos caciques —entre ellos Calfucurá, que había nacido del lado chileno de la cordillera— se decían argentinos, pero más valía no confiar demasiado en este tipo de soberanía por delegación, que podía cambiar de beneficiario en el momento menos pensado. Sobre todo cuando muchos chilenos —algunos muy influyentes— se dedicaban a mimar a los salvajes para atraerlos hacia su nacionalidad y ponerlos al servicio de ella.
Hubo una verdadera organización chilena que lucró largamente con la hacienda robada en campos bonaerenses. Los malones arrasaban las estancias pampeanas y se llevaban el ganado tierra adentro. La senda que seguían hacia el oeste era conocida de mucho tiempo atrás como Camino de los Chilenos. Pasaba cerca de Olavarría y luego desviaba hacia el río Colorado, lo atravesaba, bordeaba el río Negro y siempre hacia la cordillera, llegaban a la actual provincia de Neuquén, atravesaban los pasos y entraban en Chile, donde los animales eran vendidos a los hacendados trasandinos. Naturalmente, éstos sabían que , estaban mercando con ganado robado, pero los pingües negocios que redondeaban no les permitían detenerse en escrúpulos. La organización se perfeccionó con los años y de ese modo la hacienda argentina, al llegar a los ricos pastos de los valles neuquinos, era sometida a un proceso de engorde, previo a la venta en Chile. Tan importante llegó a ser este tráfico ilegal, que según afirma Gregorio Álvarez, "su comercio alcanzaba tal volumen que regulaba el precio de la hacienda en todo el continente". ¡Nada menos!
Ante tamaña succión de la riqueza argentina, que incidía de manera letal sobre una economía sacudida ya por una severa crisis, siendo canciller Bernardo de Irigoyen solicitó a La Moneda que vigilara la salida de hacienda en su territorio. La respuesta que recibió fue altamente pintoresca, pues se rechazó el pedido alegando que la Constitución trasandina garantizaba la plena libertad de empresa…, con lo cual el robo y el contrabando aparecían inesperadamente bendecidos por el máximo instrumento legal chileno. Al responder negando validez a esa tesis, pareciera que por una vez don Bernardo perdió la calma, pues alegó con razón que los ladrones y sus cómplices no pueden estar protegidos por la legislación de un país civilizado, siendo absurdo que los propietarios argentinos damnificados tuvieran que trasladarse a Chile para tramitar caso por caso ante sus tribunales, con el improbable fin de recuperar sus bienes.
Pero a Chile le convenía que las cosas siguieran así indefinidamente, pues en tanto la penetración continuaba a paso firme. Los hacendados chilenos fueron obteniendo de las tribus indígenas el dominio en arriendo de una cantidad de valles y praderas neuquinas, y cuando pareció razonablemente ocupada la zona, el gobierno chileno nombró silenciosamente un subdelegado en la misma. Claro que sabían que la región quedaba dentro de los límites argentinos, pero era un hecho consumado, un ejercicio efectivo de soberanía, que el día de mañana pudiera permitirle ganar Neuquén entero, donde no aparecía ningún argentino a la vista. Además, el subdelegado tenía otras misiones: ganar a las tribus, influir sobre ellas, volcarlas hacia Chile y volverlas contra Argentina, y para ello presidía una permanente infiltración de indios chilenos hacia las pampas argentinas. Podían ser útiles de varias maneras: extender a Chile hasta el Atlántico, perturbar la ocupación argentina de la llanura central, mantener un régimen perenne de inseguridad en la frontera interna bonaerense.
Uno de los que señaló el peligro fue el joven general Julio Argentino Roca, interesado en recuperar esas extensiones para el patrimonio nacional, antes de que fueran pasto de la ambición extranjera. Así, escribió:
"Casi todos los caciques de esas tribus acuden al llamado de las autoridades chilenas y el principal de todos ellos, Feliciano Purrán, que tiene su residencia en Campanario, doce leguas al sur del Neuquén, que se titula gobernador y General..., recibe sueldos del gobierno chileno para hacer sus intereses y las vidas de sus ciudades... Hay otros caciques que se hacen capataces de hacendados chilenos y reciben en guarda miles de ganados..."
Tal era la situación al promediar la presidencia de Avellaneda, cuando Bernardo de Irigoyen exclamaba: "¿Cómo ha podido gobernarse tantos años así?".
El dilema era de hierro: o de una buena vez se hacía ocupación efectiva de las inmensas soledades que constituían la mitad olvidada de Argentina, o se aceptaba el riesgo de desintegración del territorio nacional. No en vano en 1876 —el mismo año en que Francisco P. Moreno llegó al lago Nahuel Huapí y desplegó ante sus aguas la bandera argentina—, fuentes oficiales chilenas aseguraban estar en "posesión tranquila" de la Patagonia ¡¡hasta el río Negro!!
Había que obrar y rápido, antes de que el tiempo útil se esfumara.
(Continúa en la próxima entrega)
Arturo Jauretche (1901-1974) fue quien sistematizó en su libro Ejército y política la tensión fundamental de la política argentina, partiendo de la oposición entre los términos Patria Grande y Patria Chica. “La política del espacio, es decir, la preocupación de las fronteras, es la condición primaria de una Política Nacional”, escribió.
Así, también, en perspectiva histórica señalaba: “Mientras Brasil puso su acento en la extensión, al igual que los hombres de nuestra Patria Grande, la Patria Chica se llamó progresista y puso su acento en la profundidad haciendo predominar la idea del progreso acelerado sobre la extensión”.
Un buen ejemplo es el de Faustino Sarmiento (1811-1888), paladín de la “corrección política” a pesar de su gestualidad inconforme, quien aportó su formidable pluma al progresismo de Patria Chica, en el momento en que Ejército Nacional, fundado por Julio Roca (1843-1914), se aprestaba a emprender la más importante política de fronteras de la historia argentina.
Hoy no estamos tan lejos. El actual afianzamiento de la discursividad indigenista —siempre funcional a las narrativas sociales disgregadoras— promueve la execración de aquella campaña que, en un momento estratégicamente fundamental, incorporó la Patagonia a la soberanía nacional.
Como un aporte a esta discusión, vamos a publicar una serie de escritos dedicados a los motivos, circunstancias y contextos de aquel período crucial.
Comenzaremos con el primero de tres fragmentos de una obra imprescindible de nuestra historiografía: Argentina — Chile: una frontera caliente de Miguel Angel Scenna (1924-1981), tratando de ubicar la interpretación de la campaña roquista en un marco más amplio del que ofrecen los viejos y nuevos “progresistas”.
Desde principios de la década, Chile se armaba aceleradamente, hasta llegar a contar con los más modernos equipos bélicos de Sudamérica. Súmese a ello un ejercito aguerrido, una situación económica mas brillante que las de sus vecinos y una conducción nacionalista e imperial de su política externa (...).
Chile estaba decidido a la expansión territorial, y ya conocemos los dos campos que tenía en vista: la zona boliviana de Atacama y la Patagonia argentina.
La guerra era inevitable con uno u otro, y en 1879 pesó más la región norteña, donde los acontecimientos se precipitaron. Hacía años que Chile preparaba pacientemente el golpe, favorecido por la desidia con que el gobierno boliviano mantenía en el abandono esa región desértica, pero de apreciable riqueza minera, al sur de la cual corría el difuso e impreciso límite internacional. El descubrimiento de guano, salitre y nitrato de soda, en la zona, atrajo de inmediato el interés chileno, iniciándose una doble vía de infiltración: por un lado una creciente emigración de obreros y braceros chilenos hacia el desierto de Atacama; por el otro, la inversión de cuantiosos capitales de la misma nacionalidad para la explotación de las riquezas.
Bolivia, hundida en el pantano de una interminable anarquía, protestó en varias oportunidades por los avances chilenos, pero la situación política interna le impidió encarar las cosas de manera eficiente, y la penetración continuó sin inconvenientes. Cuando se quisieron acordar, en Atacama había más chilenos que bolivianos.
A su vez, como las condiciones mineras favorables se extendían hasta territorio peruano, hacia allí comenzó a dirigirse la mirada chilena. Este enfoque invocó un acercamiento entre Lima y La Paz, y el gobierno boliviano sugirió al presidente (Faustino) Sarmiento la posibilidad de una alianza argentino-boliviana, verdadero huevo de Colón para neutralizar la amenaza chilena, y cuyo premio para Argentina, además de espantar los fantasmas del sur, sería la restitución de Tarija. Parece mentira, pero las negociaciones no prosperaron. Da la impresión de que en Buenos Aires no se había comprendido cabalmente que nuestros aliados naturales eran aquellas repúblicas norteñas.
En 1873 Bolivia y Perú firmaron un tratado que mantuvieron en secreto, con fines a la común defensa. La situación de Atacama, con una mayoría chilena no integrada, dueña del capital y del trabajo, debía desembocar en la guerra. Un impuesto decretado por el gobierno de La Paz y la posterior confiscación de una compañía chilena que se negó a pagarlo, conformaron el casus belli.
El 8 de febrero de 1879 Chile elevó un ultimátum a La Paz, y sin esperar la respuesta, sus fuerzas armadas invadieron Bolivia y tomaron el día 12 la ciudad de Antofagasta. Rápidamente completaron la ocupación de Atacama, sin previa declaración de guerra.
Téngase en cuenta que en aquellos tiempos se respetaba la formalidad de la previa declaración antes de iniciar operaciones. El hecho de empezar y terminar las guerras sin molestarse en declararlas es cosa de nuestros días. A principios de este siglo, Japón fue violentamente criticado por atacar a Rusia sin previo aviso (lo mismo haría en la década del treinta con China y en 1941 con Estados Unidos), pero ya Chile había empleado el procedimiento en 1879, logrando con ese golpe fulminante ganar la región en litigio y colocarse de entrada en situación ventajosa.
Alegando el tratado secreto entre Bolivia y Perú, también embistió a esta república. El 2 de abril el Congreso chileno autorizaba a declarar la guerra a ambos países. Las operaciones ya llevaban dos meses de desarrollo.
La oportunidad perdida
La iniciación de la Guerra del Pacífico aconsejó al gobierno del presidente (Aníbal) Pinto paliar el conflicto con Argentina, para ganar su neutralidad. La república trasandina se las podía ver victoriosamente con Perú y Bolivia juntas, ya que ninguna de ellas podía contender entonces con Chile, ni política, ni social, ni económica, ni militarmente. Pero si se sumaba Argentina las cosas podrían ser no tan seguras. Claro que apenas tenía flota, pero el ejército, numeroso y aguerrido, estaba recibiendo armas modernas. Además, la lógica enseña que no deben emprenderse guerras en dos frentes.
(…) Lo cierto es que la Casa Rosada ya había resuelto desentenderse del asunto, en medio de una situación política interna cada vez más grave, que amenazaba convertir en guerra civil la sucesión presidencial de (Nicolás) Avellaneda. Ello a pesar de la fuerte presión interna y externa que pesaba sobre la Casa Rosada. Bolivia y Perú descontaban la intervención argentina y nada olvidaron para producirla, desde la devolución de Tarija hasta la entrega de una buena parte del Chaco y una salida al Pacífico para nuestro país.
En lo interno, era abrumadora la simpatía popular hacia los países norteños y desde muchos núcleos influyentes se reclamaba la entrada en guerra para ayudarlos. El espíritu belicoso llegó a tal extremo que pudo haber arrastrado a otro gobierno, pero se estrelló contra la firme decisión de Avellaneda de mantener la neutralidad, si bien ésta jamás fue expresamente declarada.
No les faltaba razón a los críticos. La Argentina no podía desentenderse de los acontecimientos que ocurrían en el Pacífico, facilitando con su quietud la ruptura del equilibrio internacional en favor de Chile, nuestro eventual enemigo, y para quien éramos la siguiente víctima. La única explicación coherente de esta actitud es que la Casa Rosada pensaba aprovechar el conflicto para presionar sobre Chile y lograr una solución favorable en el sur. Veremos que tampoco había nada de eso. Los problemas internos, una vez más, habían obnubilado irremediablemente a nuestros dirigentes. (…)
El camino de los chilenos
Era inútil seguir manteniendo pujas diplomáticas si no se ocupaba real y efectivamente el inmenso territorio vacío del sur. Desde que, más de cuarenta años atrás, (Juan Manuel de) Rosas ocupara la línea del río Negro mandando una avanzada hasta Valcheta, la frontera interna con el indio había retrocedido de manera alarmante, hasta llegar al centro actual de la provincia de Buenos Aires. Teóricamente, aquel desierto estaba bajo jurisdicción argentina, pero en la realidad los únicos dueños eran las tribus indígenas que lo recorrían y que cada tanto se arrojaban en malones sobre las poblaciones. Algunos caciques —entre ellos Calfucurá, que había nacido del lado chileno de la cordillera— se decían argentinos, pero más valía no confiar demasiado en este tipo de soberanía por delegación, que podía cambiar de beneficiario en el momento menos pensado. Sobre todo cuando muchos chilenos —algunos muy influyentes— se dedicaban a mimar a los salvajes para atraerlos hacia su nacionalidad y ponerlos al servicio de ella.
Hubo una verdadera organización chilena que lucró largamente con la hacienda robada en campos bonaerenses. Los malones arrasaban las estancias pampeanas y se llevaban el ganado tierra adentro. La senda que seguían hacia el oeste era conocida de mucho tiempo atrás como Camino de los Chilenos. Pasaba cerca de Olavarría y luego desviaba hacia el río Colorado, lo atravesaba, bordeaba el río Negro y siempre hacia la cordillera, llegaban a la actual provincia de Neuquén, atravesaban los pasos y entraban en Chile, donde los animales eran vendidos a los hacendados trasandinos. Naturalmente, éstos sabían que , estaban mercando con ganado robado, pero los pingües negocios que redondeaban no les permitían detenerse en escrúpulos. La organización se perfeccionó con los años y de ese modo la hacienda argentina, al llegar a los ricos pastos de los valles neuquinos, era sometida a un proceso de engorde, previo a la venta en Chile. Tan importante llegó a ser este tráfico ilegal, que según afirma Gregorio Álvarez, "su comercio alcanzaba tal volumen que regulaba el precio de la hacienda en todo el continente". ¡Nada menos!
Ante tamaña succión de la riqueza argentina, que incidía de manera letal sobre una economía sacudida ya por una severa crisis, siendo canciller Bernardo de Irigoyen solicitó a La Moneda que vigilara la salida de hacienda en su territorio. La respuesta que recibió fue altamente pintoresca, pues se rechazó el pedido alegando que la Constitución trasandina garantizaba la plena libertad de empresa…, con lo cual el robo y el contrabando aparecían inesperadamente bendecidos por el máximo instrumento legal chileno. Al responder negando validez a esa tesis, pareciera que por una vez don Bernardo perdió la calma, pues alegó con razón que los ladrones y sus cómplices no pueden estar protegidos por la legislación de un país civilizado, siendo absurdo que los propietarios argentinos damnificados tuvieran que trasladarse a Chile para tramitar caso por caso ante sus tribunales, con el improbable fin de recuperar sus bienes.
Pero a Chile le convenía que las cosas siguieran así indefinidamente, pues en tanto la penetración continuaba a paso firme. Los hacendados chilenos fueron obteniendo de las tribus indígenas el dominio en arriendo de una cantidad de valles y praderas neuquinas, y cuando pareció razonablemente ocupada la zona, el gobierno chileno nombró silenciosamente un subdelegado en la misma. Claro que sabían que la región quedaba dentro de los límites argentinos, pero era un hecho consumado, un ejercicio efectivo de soberanía, que el día de mañana pudiera permitirle ganar Neuquén entero, donde no aparecía ningún argentino a la vista. Además, el subdelegado tenía otras misiones: ganar a las tribus, influir sobre ellas, volcarlas hacia Chile y volverlas contra Argentina, y para ello presidía una permanente infiltración de indios chilenos hacia las pampas argentinas. Podían ser útiles de varias maneras: extender a Chile hasta el Atlántico, perturbar la ocupación argentina de la llanura central, mantener un régimen perenne de inseguridad en la frontera interna bonaerense.
Uno de los que señaló el peligro fue el joven general Julio Argentino Roca, interesado en recuperar esas extensiones para el patrimonio nacional, antes de que fueran pasto de la ambición extranjera. Así, escribió:
"Casi todos los caciques de esas tribus acuden al llamado de las autoridades chilenas y el principal de todos ellos, Feliciano Purrán, que tiene su residencia en Campanario, doce leguas al sur del Neuquén, que se titula gobernador y General..., recibe sueldos del gobierno chileno para hacer sus intereses y las vidas de sus ciudades... Hay otros caciques que se hacen capataces de hacendados chilenos y reciben en guarda miles de ganados..."
Tal era la situación al promediar la presidencia de Avellaneda, cuando Bernardo de Irigoyen exclamaba: "¿Cómo ha podido gobernarse tantos años así?".
El dilema era de hierro: o de una buena vez se hacía ocupación efectiva de las inmensas soledades que constituían la mitad olvidada de Argentina, o se aceptaba el riesgo de desintegración del territorio nacional. No en vano en 1876 —el mismo año en que Francisco P. Moreno llegó al lago Nahuel Huapí y desplegó ante sus aguas la bandera argentina—, fuentes oficiales chilenas aseguraban estar en "posesión tranquila" de la Patagonia ¡¡hasta el río Negro!!
Había que obrar y rápido, antes de que el tiempo útil se esfumara.
(Continúa en la próxima entrega)
domingo, 15 de agosto de 2010
ALMORZANDO CON VIDELA
Reportaje a Leonardo Castellani
El 19 de mayo de 1976, el entonces presidente Jorge R. Videla almorzó, en la Casa de Gobierno, con los escritores Ernesto Sábato, Jorge Luís Borges, Leonardo Castellani y el presidente de la Sociedad Argentina de Escritores, Horacio E. Ratti.
A su término, los invitados atendieron a la prensa en la misma explanada de la Rosada. Sábato señaló que "hubo un altísimo grado de comprensión y respeto mutuos. En ningún momento la conversación descendió a la polémica literaria o ideológica” (La Opinión, 20/5/76). También expresó su inquietud por “la prisión del escritor Antonio di Benedetto” (La Razón, 19/5/76).
Castellani, por su parte, habló de su preocupación —también lo relata en el reportaje— por Haroldo Conti, “un cristiano que fue secuestrado hace dos semanas y del que no sabemos nada" (La Opinión, 20/V/76). Ratti comentó haber dejado una lista de reivindicaciones e inquietudes y Borges hizo mutis por el foro.
Un mes más tarde, la revista Crisis —aún bajo la dirección de Eduardo Galeano y Federico Vogelius—procuró conversar con los protagonistas.
“Requerido por teléfono para una entrevista, Ernesto Sábato afirmó: ‘yo no hago declaraciones para la revista Crisis’, Borges, a su vez, dijo no tener tiempo y. lamentablemente, su disponibilidad de horarios excedía los límites del cierre editorial de esta publicación. Si, en cambio, pudieron ser entrevistados los escritores Leonardo Castellani y Horacio Esteban Ratti”. (Crisis, julio de 1976)
Este fue el último número que la revista pudo publicar. De allí extraemos este reportaje al cura Castellani, quien puntualiza detalles de lo conversado —son notorias las diferencias con la versión de Sábato— en aquel significativo encuentro.
—Padre Castellani, durante varios días un amplio sector de la opinión pública no hizo más que comentar el almuerzo entre les escritores y el presidente Videla...
—Bueno, es cierto, pero la gente se olvida de que fue nada más que un almuerzo y en los almuerzos se come más que se habla ...
—Pero usted y los demás escritores fueron invitados para conversar sobre ciertos temas...
—Sí. En realidad, el más callado fui yo. Dije algunas cosas pero quienes más hablaron fueron los demás, sobre todo Sábato y Ratti que llevaban varios proyectos.
—¿Y el presidente?
—Él y yo fuimos los más silenciosos. Videla se limitó a escuchar. Creo que lo que sucedió es que quienes más hablaron, en vez de preguntar, hicieron demasiadas propuestas. En mi criterio, ninguna de ellas fue importante, porque estaban centradas exclusivamente en lo cultural y soslayaban lo político. Sábato y Ratti hablaron mucho sobre la ley del libro, sobre el problema de la SADE, sobre los derechos de autor, etc.
—Bueno, padre, al fin y al cabo, en una reunión de escritores...
—Sí, pero la preocupación central de un escritor nunca pueden ser los libros, ¿no es cierto? Yo traté de aprovechar la situación por lo menos con una inquietud que llevaba en mi corazón de cristiano. Días atrás me había visitado una persona que, con lágrimas en los ojos, sumida en la desesperación, me había suplicado que intercediera por la vida del escritor Haroldo Conti.
Yo no sabía de él más que era un escritor prestigioso y que había sido seminarista en su juventud. Pero, de cualquier manera, no me importaba eso, pues, así se hubiera tratado de cualquier persona, mi obligación moral era hacerme eco de quien pedía por alguien cuyo destino es incierto en estos momentos. Anoté su nombre en un papel y se lo entregué a Videla, quien lo recogió respetuosamente y aseguró que la paz iba a volver muy pronto al país.
—¿Qué afirmaron los demás asistentes?
—Fíjese que curioso: Borges y Sábato, en un momento de la reunión, dijeron que el país nunca había sido purificado por ninguna guerra internacional. Ellos, más tarde lo negaron, así como aseguraron decir cosas que, en realidad, no dijeron. Pero hablaron de la purificación por la guerra.
Lo interesante es que el presidente Videla, que es un general, un profesional de la guerra, los interrumpió para manifestar su desacuerdo. Creo que eso le desagradó mucho, pues motivó una de sus pocas intervenciones. A mí también eso me cayó como un balde de agua fría, por lo tremendo que eso significa.
Además, por lo incorrecto: se olvidan que la Argentina atravesó varias guerras internacionales, como la de la independencia, la del bloqueo anglo-francés, la del Paraguay, y más bien que de esas contiendas no salió purificada.
—Quizás ellos quisieron decir que la situación difícil de la Argentina no se justificaba, pues, a diferencia de Europa, no había sufrido ninguna guerra...
—Vea, en lo que va de este siglo Europa sufrió ya dos guerras mundiales, pero no por eso es más pura que la Argentina. Al contrario... Por eso le digo que de ese almuerzo, si es por lo que se habló, no puede haber salido algo muy positivo o trascendente. A lo mejor, el presidente se llevó una impresión favorable y pudo rescatar algunas ideas que allí se lanzaron, pero nada más.
—Su balance, entonces, no parece muy optimista...
—No, ni puede serlo. Sábato habló mucho o peroró, mejor dicho, sobre el nombramiento de un consejo de notables que supervisara los programas de televisión. En Inglaterra funciona una instancia similar, presidido por la familia real e integrado por hombres notorios de todas las tendencias.
Cuando estuve hace mucho en Inglaterra, Chesterton me habló de ese consejo del cual él formaba parte y que, por aquel entonces, supervisaba sólo la radie, ya que la televisión todavía no existía. Eso quería Sábato que se hiciese en la Argentina. Borges dijo que él no integraría jamás ese consejo de prohombres. Sábato, entonces, agregó que él tampoco.
Yo pensé en ese momento para qué lo proponían entonces. O sea que ellos embarcaban a la gente pero se quedaban en tierra. Personalmente, no creo que ese consejo sea una decisión muy importante ...
—Dentro de su larga experiencia, ¿qué significa este almuerzo?
—Para mí fue un hecho agradable, pero no muy trascendente. Al menos, que los hechos posteriores demuestren lo contrario, como por ejemplo, que aparezca el escritor Haroldo Conti. Algunos me habían pedido que intercediera también por varios ex funcionarios cesanteados aparentemente en forma injusta. Pero no quise hacerlo, pues me pareció que esos casos desdibujarían la dramaticidad de la situación de Conti, por cuya vida se teme...
—¿No se plantearon los cuatro asistentes hacer un balance juntos de esa experiencia que los involucraba?
—Al salir, había una nube de periodistas y los fotógrafos eran interminables, parecían formar de seis en fondo. Borges aprovechó algún vericueto para retirarse rápidamente. Antes de hacerlo nos invitó para que fuéramos a su casa a tomar un café. Cuando Sábato, Ratti y yo logramos zafarnos del asedio periodístico, nos fuimos hasta la casa de Borges, pero ahí nos llevamos una sorpresa. Una persona que nos abrió la puerta dijo que Borges no nos podía atender porque estaba en cama con fuertes dolores de estómago. En fin, son cosas que pasan...
martes, 3 de agosto de 2010
¿QUE ES FORJA?
Por Homero Manzi
En la entrada anterior (“Manzi en el sótano de Forja”) Aníbal Ford ofrece una semblanza de este invalorable cultor de las ideas nacionales, como introducción a los fragmentos de los discursos pronunciados por Manzi, entre 1935 y 1936, en el ámbito de FORJA y publicados por la revista Crisis en 1973.
Uno de ellos, el que reproducimos a continuación, permite valorar la gran originalidad interpretativa, así como el desapego a lugares comunes y etiquetamientos ideológicos en el tratamiento de las cuestiones nacionales, que caracterizó a los militantes de la Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina.
La revolución de Mayo trató de romper el sistema español de que sólo podíamos comprar y vender en el puerto de Cádiz. Y con el correr de los años, los argentinos parece que quisiéramos imponernos la obligación de comprar y vender tan sólo en el puerto de Liverpool.
Y a ello hemos llegado porque ahora no somos dueños más que de nuestro esfuerzo. Después, todo está en manos de ellos. El gran cerealista que compra la cosecha. El frigorífico que manufactura y exporta nuestra carne. El vagón que traslada nuestros productos a través de la pampa. El barco que lleva en su bodega nuestra producción a través de los mares. El capital que la asegura contra riesgos. Y después, la mano que la vende en el exterior.
Y así se han monopolizado la industria y la comercialización de los cereales, de la carne, de las frutas, de los vinos, del algodón, de la madera, de todo lo que tenemos y de lo que habremos de tener algún día.
Y a este monopolio en la producción y la comercialización de la producción argentina, debemos agregar la paulatina monopolización de todo lo que puede rendir un interés. Ya sean servicios públicos o distribución de los mismos artículos de primera necesidad.
Si esta colonización significara una forma de acercamiento de los pueblos en compensación de necesidades económicas, estaríamos en contra de ella por un principio de libertad, pero nos veríamos en la necesidad de ser tolerantes en la lucha. Pero como ella trae aparejada, para las masas, el hambre, la decadencia y la explotación, sentimos que debemos ser inexorables en el planteo de la lucha.
El régimen tuvo en sus manos la formación económica del país. Pudo llevar a la producción argentina hacia una trustificación manejada directamente por el régimen. Por lo menos así ya el pueblo argentino, dentro de sí mismo, se habría levantado destruyendo el sistema de injusticia dentro de sus fronteras.
Pero el régimen que traicionó a las masas en ese sentido fue doblemente culpable, porque las traicionó para entregar sus esfuerzos en manos extrañas, de tal manera que no será difícil que la última etapa de nuestra liberación debamos cumplirla baleando aeroplanos o jugándonos nuestra vida en medio del mar.
Y para consumar esta obra de entrega de nuestros resortes económicos al interés extranjero colonizador, el estado conservador y antiargentino no tuvo más que cruzarse de brazos. Dejar que se librara la lucha entre la iniciativa privada y los capitales extranjeros.
Cuando triunfaban los capitales extranjeros, como en materia de ferrocarril, seguros, frigoríficos, tranvías, teléfonos, etc., el Estado recién aparecía para rubricar con su anuencia la realidad de la conquista. Pero cuando la iniciativa privada ponía en peligro la conquista inglesa, como en el asunto de los transportes automotores, como en la huelga reciente de los algodoneros, como en el caso actual de la invasión norteamericana en materia de petróleo, entonces aparece la fuerza del gobierno para nivelar las cosas en favor de los intereses ingleses.
Este es el drama de los colectiveros. Este es el drama de los dueños de camiones de transporte rural. En el momento en que con la complicidad de la suerte estaban por liquidar al ferrocarril y al tranvía, aparece el gobierno tratando de defraudar lo que ése triunfo pudo significar para el país.
Y mientras tanto, desde lejos, el formidable tejedor, Inglaterra, amenaza con no comprar carnes si no se le entrega el monopolio absoluto de todo el transporte. Y por desgracia no encuentra al gobierno argentino, argentino en toda la extensión de la palabra, que le diga desde lejos, con un corte de manga: los transportes serán nuestros y en cuanto a nuestra carne, se la daremos a los millones de argentinos que hace tiempo que no saben qué es comerla. Y probablemente seríamos dueños de nuestros transportes y los ingleses se verían en la necesidad de seguir comiendo nuestra carne.
Pero este es el trabajo de las derechas de hoy, apoderadas del gobierno. Y fieles herederas del régimen. El régimen consolidó la colonización del país. Nuestros conservadores de hoy la aprovechan y la intensifican. Para ello tienen una táctica. Alejar al pueblo de la cosa social. Alejarlo en lo político con sistemas antidemocráticos. En lo cultural con sistemas excluyentes. En lo social con prácticas abusivas y en lo económico con las fuerzas del estado (...)
Y la misma rebeldía argentina se presenta favorable a los planes de las derechas. Porque hasta ahora no ha comprendido que la forma de curar el mal es tomando el problema en forma integralmente intransigente y sin ceder a la instigación de los que pretenden parcializar la lucha o encontrar puntos de contacto entre la traición y la justicia argentina.
Tenemos, frente a las derechas, fuerzas políticas que buscan una restauración de la verdad democrática, pero que en los temas palpitantes de la economía argentina no han dicho su pensamiento y a veces lo han dicho en contra de los intereses del pueblo.
Tenemos fuerzas gremiales que luchan en su terreno buscando reivindicaciones aún con la complacencia de los que traicionan al país. Y tenemos sectores económicos populares que buscan la solución de sus temas desinteresándose del drama que aflige a sus hermanos en otros terrenos.
El colectivero que lucha por salvar su colectivo de la vorágine entreguista, pero que no siente dolor ante la rapiña que le hacen al hermano del campo en su labor, no está en la lucha argentina y revolucionaria. El algodonero que lucha en contra del pulpo acaparador y no está solidarizado con el colectivero, no está en la lucha argentina. El aguirrezabala (*) que pugna en el Congreso por una libertad política y vota luego en favor de la coordinación del transporte, no está en la lucha argentina. El estudiante que pelea en contra de los profesores reaccionarios y no comprende ni siente la angustia de las masas argentinas, no está en la lucha argentina. El partido que pide el gobierno para mañana y no se define en contra de los capitales que colonizan al país, no está en la lucha argentina.
Están simplemente, todos, desviando el sentido revolucionario de las masas argentinas. El pájaro de la libertad económica del país es muy grande. Para que pueda escapar de la jaula en que lo han encerrado, necesita que se rompan todos los barrotes de un golpe. Mientras se sigan destruyendo los barrotes uno a uno, el tejedor, como Penélope, reconstruirá en la noche lo que le hayamos roto en el día.
Por eso Forja no quiere ser más que un planteo total frente al drama de la entrega argentina...
(*) Nota del blog: Posiblemente en referencia a Miguel Angel Aguirrezabala, diputado nacional por el radicalismo antipersonalista de Entre Ríos. Evidentemente, como dice Manzi, "no estaba en la lucha argentina": el 16 de mayo de 1940 se vió implicado en el célebre negociado de “las tierras de El Palomar”. Fue amnistiado en el primer gobierno de Juan Domingo Perón.
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