domingo, 22 de marzo de 2009
EL RIGOR DEL DESTINO
por Magdalena M. Faillace
(Fragmentos extraídos del artículo publicado en Revista Unidos N° 11/12, octubre de 1986)
(...) Obviamente, la menor receptividad alcanzada en los barrios céntricos de Capital por El rigor del destino tiene que ver con el hecho de que ese pueblo en pie de lucha al que está dirigida la película no domina los resortes del poder de los medios de comunicación, y también con el hecho de que el público medio porteño no se sienta identificado con el lenguaje apasionadamente militante del cineasta.
(...) Desde el arte debemos señalar, ante todo, la fidelidad de Vallejo a ese cine de masas del cual –en la línea del gran maestro Eisenstein– se hizo reconocido pionero, entre nosotros, con El camino hacia la muerte del Viejo Reales, esa joya iniciada en 1968 que, por motivos políticos, debió terminar en Roma en 1971.
Esta fidelidad, enriquecida con el experiencia y el dolor del exilio en España, se funda en un hondo sentido nacional que ha llevado a Vallejo, en la vuelta de ese exilio, a la entraña del Tucumán natal, escenario del film.
La anécdota, escuetamente, es ésta: un niño de once años, vuelto del exilio en España con su madre, es llevado a un pueblito de Tafí del Valle junto al abuelo paterno, con quien pasará una temporada. (Cronistas Cinematográficos concedieron el Cóndor de plata al chico, premio por revelación masculina, y a Carlos Carella –el abuelo– el de mejor actor).
Alejandro Copley ha sido criado en el exilio junto a una madre conflictuada (magnífica la breve interpretación de Leonor Manso), una mujer fuerte que se debate entre la duda, el resentimiento, la culpa... porque en definitiva no se pudo "bancar" la violencia y la situación de cuasi–abandono en que la dejaba la acendrada militancia del marido.
Junto a su abuelo, Alejandro necesita, tímida pero ansiosamente, recuperar a su padre, Eduardo –un abogado laboralista entregado a la tarea de organizar a la comunidad explotada de los ingenios azucareros en sindicato que haga oír sus reclamos.
A través de los diálogos con el abuelo –en un guión lleno de parco lirismo, de apego incorruptible a su tierra y su gente por parte del guionista–director y de la lectura del diario del padre muerto, el chico empezará a crecer como "de golpe", en la recuperación del rostro desdibujado de aquel que le fue casi desconocido.
Recrear en su interior esa imagen paterna es también, para él, empezar a entrever el rostro de la patria. Inolvidables, por eso, las escenas de esa convivencia enmarcada en el paisaje de Tafí del Valle, que nos llega a través de una fotografía enamorada de lo propio; el diálogo –casi un monólogo– del abuelo, personaje en el que Carella, con contenida y viril emoción, encarna la sabiduría de un pueblo sufrido pero digno, un abuelo que desde el dolor de la muerte de su hijo sabe sembrar sólo esperanza serena en el nieto.
También aquí –como en La historia oficial– aparece el tema de los desaparecidos y el de la lucha contra la represión, pero la anécdota individual –en El rigor del destino– se transfiere a la épica de un pueblo. El viejo, mientras nombra árboles y separa con sus manos los brotes, irá depositando en el corazón del niño esa certeza de que el grano muere para dar fruto... no hay tierra que, surcada y sembrada con obstinación y fe no dé, a corto plazo, árboles.
En definitiva, sobre el dolor de la pérdida triunfa la conciencia de que no hay semilla buena perdida ni tierra estéril, cuando sobre ella se ha derramado sangre por ideales válidos.
Aquí, el dolor o la pérdida no doblegan, por el contrario, fortalecen; no han podido quebrar lo unívoco del vínculo hombre–tierra. En esta película idealista sin ilusiones mentirosas, no hay muerte que no sirva a la vida.
Memorables, entre otras, dos escenas. Una, excelente por su contención dramática y la bella simbología de la imagen: aquella donde el viejo carga, solo, el ataúd del hijo sobre la camioneta y lo lleva "parado" en una silla, en un último gesto de rebelde dignidad.
Otra, de grandiosidad comparable con las del mejor cine épico: cuando –¡y esto es historia real! – cortadas por el ejército todas las rutas de acceso a los trabajadores para abortar su manifestación de protesta, el pueblo todo de los ingenios organiza su marcha a campo traviesa y a machetazo limpio. La columna con antorchas, cada vez más cerrada y caudalosa, en el desborde conmocionante de la música de José Luis Castiñeira de Dios (cuyos méritos premió el Festival de Moscú), marcan el clímax de la película.
El poder de esta escena se hace doblemente simbólico cuando, en el raconto, las imágenes del abogado encabezando la columna popular y del viejo que lleva en brazos, envuelta en nuestra bandera, a la zafrera baleada, se fusionan con la imagen simultánea del parto en soledad de este niño que, hacia el final del film, se constituye en claro heredero de una fuerte vocación social y un destino de lucha.
(...) En El rigor del destino, la búsqueda personal que el niño hace de la mano de su abuelo, se presenta desde adentro, en el entorno sufriente de las clases oprimidas y la gesta de ese pueblo hacia la organización de un movimiento obrero que le dé voz.
Con un lenguaje transparente, sin metáforas, Vallejo apela a nuestros afectos más hondos y primarios, desde los diálogos entre abuelo y nieto, en los que éste comienza a asumir el rigor del destino que ha de realizar como proyecto, hasta las escenas de masas que evidencian la clara intención reivindicatoria del cineasta.
Como para que no lo olvidemos, este film nos devuelve un Peronismo que empezó siendo epopeya de un pueblo hacia su liberación. Con esta vivificante obra de militancia estética Vallejo está sugiriendo que el potencial revolucionario no se ha extinguido. Esa síntesis de valores que recibe el niño, representante de las generaciones nuevas, es el compromiso de una lucha a seguir, para que recuerde que la epopeya aún no ha acabado.
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