sábado, 29 de agosto de 2009

DOS TEXTOS

Retrato de César Tiempo de Manuel Eichelbaum, reproducido en un frontis.
(Ejemplar con dedicatoria autógrafa al poeta argentino Augusto González Castro).


Por César Tiempo

Es imposible reseñar, en este breve espacio, los aportes de César Tiempo al horizonte nacional de la literatura argentina. En su obra —que recorre desde el panfleto y la práctica periodística, hasta la dramaturgia y el guión— hay una ingeniosa ironía expresada con rasgos de metáfora.

Para los cinéfilos, su nombre está indisolublemente ligado a uno de los filmes más complejos y secretos del cine argentino:
El ángel desnudo (1946), donde adaptó un texto de Arthur Schnitzler para el genial (como tantos otros, desapercibido para la crítica) Carlos Hugo Christensen, con quien colaboró en otras veinticuatro películas.

Israel Zeitlin —según el Registro Civil— nació en Ucrania en 1906 y tal vez esto colaboró con su comprensión de lo nacional, como algo distinto de un mero accidente de nacimiento. Así lo puntualiza en uno de los textos que ofrecemos a continuación, en el que refuta la afirmación de cierto “grafómano con agua en las venas y en la cabeza, doctorado en la Universidad de la maledicencia y dopado de resentimiento” (Tiempo dixit) que, alguna vez, tildó a Gardel de “meteco”.

(También decía de Gardel que: “... sonreía con su dentadura de piano a cuyas teclas acaban de pasarle la gamuza”; “... si regresaba tarde a su casa era porque se quedaba dándole cuerda a la luna”; “... prefería ser isla a ser agua”).

Tampoco le fue ajeno el compromiso político. Entre 1952 y 1955 fue director del suplemento literario del diario
La Prensa —adquirido por el gobierno de Juan Domingo Perón para la CGT— y, entre 1973 y 1975, se desempeñó como director del Teatro Nacional Cervantes.

El segundo texto es, precisamente, un recuerdo de su gestión en
La Prensa, según lo reprodujo Osvaldo Soriano en el diario La Opinión. Allí hay un nuevo testimonio de la asfixiante burocracia que se entronizó sobre el movimiento peronista por aquellos años.

Los dos escritos fueron tomados de la excelente antología
Buenos Aires esquina Sábado, compuesta y anotada por Eliahu Toker.


Texto 1: Llamaron meteco a Gardel

En lo que hace a su condición de meteco, que es el nombre con que se designaba a los extranjeros en Atenas, la alusión peyorativa puede convertirse en elogio si tenemos en cuenta que el chiquilín a quien su madre engañada por un truhán trajo desde la antigua capital del Languedoc, asimiló rápidamente nuestra habla y nuestro tono y le dio punto y raya a todos los cantores habidos y habientes, nacidos en nuestro medio.

No todo el mundo tiene la suerte de nacer donde quieren los que lo critican. Recuérdese que Cornelio Saavedra, el primer Presidente de la Junta de Mayo, de cuyas ideas podrá disentirse pero cuyo patriotismo nadie puede poner en duda, nació en Potosí, vale decir que sería paisano del gran Eduardo Wilde, que nació en Tupiza —hoy serían bolivianos los dos— e hicieron por nuestra patria más que muchos argentinos fachendosos y protuberantes, encaramados a la posteridad.

Ya dije más de una vez reaccionando contra el estúpido anatema, que en un país de aluvión como el nuestro no existen más extranjeros que los que vienen a llenarse las talegas y se van para no volver, pero puedo citarles centenares de millares asimilados con su obra, su esfuerzo y su talento al país de adopción y nombro entre ellos a dos personalidades hechas pueblo: el catalán Blas Parera, autor de la música del himno nacional argentino, y el uruguayo Gerardo Helvecio Mattos Rodriguez, autor de “La cumparsita”, el himno nacional rioplatense. Yo me siento orgulloso de reconocerlos argentinos.

Por otra parte nacer argentino, como nacer francés, italiano, ruso, yugoeslavo, español o guatemalteco es un acontecimiento del que no participa la voluntad y no confiere al beneficiario otras prerrogativas que las que podrá obtener oportunamente con su talento si lo tiene, y con su obra si la realiza.

Nacer argentino es un honor, efectivamente, pero ser argentino, es tener conciencia de que el individuo es indivisible de la dignidad del país. Porque uno es el acto de nacer, que pertenece a la fisiología, y otro el de ser, que pertenece al espíritu y a la razón. Uno el acto de crecer por fuera, como una casa de departamentos, y otro el de crecer por dentro metafísicamente. Uno ser y otro llegar a ser.

Joseph Kessel, nacido en una chacra entrerriana de Villaguay, en la provincia de Entre Ríos, y hoy miembro de la Academia de Francia, es francés por donde lo busquen. Carlos Gardel, nacido en Toulouse, es más argentino que la gauchada y tan porteño como Julián Centeya, que nació a orillas del Arno, en Parma, la Parma luminosa de Verdi y de Toscanini, y llegó a Buenos Aires en el umbral de la adolescencia para cantarle su amor a la ciudad que nunca fue madrastra para él, asimilando para siempre su lengua canera, descalza y sin gorra y convirtiéndose en un traficante de nubes, hermano de Manzi y de Discepolín.


Texto 2 - Obsecuencia


Volví a Buenos Aires en 1951 e hice periodismo en varios diarios hasta que en 1952 empecé a dirigir el suplemento de La Prensa que había sido absorbida por la CGT. Allí estuve hasta 1955.

Me aguanté el resentimiento y el odio de todas las fuerzas liberales, pero me di el gusto de hacer un buen suplemento.

No me obligaron a afiliarme, llevé como diagramador a un comunista. Publiqué a (Salvatore) Quasimodo, a (Pablo) Neruda, a Gabriela Mistral, a Amaro Villanueva, que era candidato a gobernador de Entre Ríos por el Partido Comunista.

Un día me llamó (Jorge) Osinde, que era jefe de Coordinación Federal, para decirme que yo había convertido a La Prensa en un órgano comunista. Le contesté que era lo convenido con el general (Juan Domingo) Perón, que él quería una apertura hacia todas las corrientes ideológicas y qué sé yo.

Era mentira, claro. En 1953 Perón fue a Chile y yo viajé con él por La Prensa. Fui a verlo a Neruda, que estaba internado en un hospital, y éste me pidió que le consiguiera una entrevista con Perón. Se encontraron y a raíz de eso Neruda me dió los poemas de las Odas elementales para publicar.

Los poemas levantaron una polvareda bárbara. Me acuerdo que una vez me hicieron parar las máquinas a las tres de la mañana por un poema de Neruda. Vino el presidente del directorio en persona. Yo le dije que era órden del general y santo remedio.

En aquel tiempo, en el peronismo estaba en onda un término para rechazar a la gente que no interesaba, “No corre”, atribuido caprichosamente al general. A mi me parecía que era puro grupo, así que empecé a usar lo contrario, “corre por orden del general”, y todo iba bien. A nadie se le ocurría preguntárselo.

En esa época llegó mucha gente, obreros, sindicalistas, que traían poemas apologéticos a Perón para que se publicaran, pero nunca los dejé correr.

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