domingo, 23 de agosto de 2009

LOS ORIENTALES Y LA CONCIENCIA NACIONAL

por Luis A. de Herrera


Luis Alberto de Herrera es la figura central del nacionalismo popular latinoamericano en el Uruguay, de matriz campesina y liberal. A lo largo de su extensa vida, supo dar batalla en todos los frentes posibles: desde nutrir la vía insurreccional en 1896, 1897 y 1904, hasta consolidar la posición electoral del Partido Blanco (al que presidió —por casi cuarenta años— hasta su muerte, en 1959). También ejerció el periodismo y creó su propio diario, El Debate. Presentó seis veces su candidatura presidencial y se desempeñó como legislador y diplomático.

Pero, sobre todo, es de fundamental importancia señalar, como escribe
Alberto Methol Ferré, “una dimensión del viejo caudillo, arquetipo del ‘gauchi-doctor’, que por lo común se ha escamoteado o simplemente ignorado. Herrera fue también un intelectual con toda la barba, aunque él no profesara mayor afecto a los ‘intelectuales’, ni éstos dejaran de menospreciarle. Sin embargo dejó más de veinte libros, directa e indirectamente vinculados a la vida del país. Indispensables para una cabal comprensión del proceso histórico oriental”.

En estos fragmentos de una de sus principales obras,
El Uruguay internacional de 1912, aparece nítidamente la preocupación del autor por el autodesprecio de su pueblo. Esto es, el desdén por los rasgos originales de la patria de Artigas —su historia y proyecto nacional— y la simétrica fascinación por Europa.


Sin armonía doméstica será estéril el ensayo de una gran política internacional. Ni los hombres ni los pueblos, en suma, son fuertes cuando avanzan en el desconcierto. Nada muerde los anhelos superiores con más eficacia que la discordia. No hay empresa que resista a sus disoluciones.

(...) Por eso vale el credo de la concordia. No basta decretar ideales. Si el alma popular no los refrenda, su valor no excede el escaso de las teorías. Y para que los ideales vibren, es impuesto crear las grandes armonías efectivas, su asiento.

Los orientales necesitamos, en primer término, fortificar la conciencia nacional. La patria es la tradición dando cosechas. Si en vez de entregar nuestra atención a las ajenas epopeyas, embebido en el drama extraño, al que nada nos identificó, cuando vibraba bajo los ojos, palpitante, el propio, hubiésemos dirigido nuestra pesquisa en el sentido nacional —más Sarandi y menos Austerlitz— estaría en la actualidad mejor afianzado el sentimiento nativo.

La vida no se compone sólo de fechas iluminadas. El conocimiento exacto de los capítulos sombríos nos será, lo repetimos, tan ventajoso como la belleza de los tiempos serenos. En este concepto, como en tantos otros, hemos diluido demasiado nuestra personalidad. Los huesos fracturados se sueldan con sus propios jugos. Cada cuerpo es un laboratorio; se afirma que no hay enfermedades sino enfermos. ¡Si tendrá aplicación este criterio en presencia de los organismos complicadísimos que se llaman naciones!

La mejor fórmula para curar nuestros males la daba el medio, nuestro empirismo. La sensatez aconsejaba poner el oído sobre los sucesos locales; recoger sus rumores, como hiciera antes el rastreador, insustituible, en los despoblados.

La proscripción sistemática del tema histórico, alejó a los entendimientos de un plano espiritual muy útil. La ausencia de firme orientación crítica invitó a juzgar al país al través de afiebrados exclusivismos. Fuera de nuestro campo de convicción nada era bueno; sólo apostasía y crímenes.

(...) Lozano el sectarismo, calculado su fomento, no hay actitud pública libre de su contagio.

Carece el ejército de la característica fundamental exigida por su estatuto: no es nacional. (...) Interesa mucho a los gobiernos de círculo el aislamiento moral del soldado. A cada instante exhíbense los efectos de la gran aberración. Todo se condensa en esta dolorosa evidencia; a la espalda del ejército no vibra, unificado, el entusiasmo nacional. ¿A quien puede interesar el porvenir de una institución sólo montada para la guerra civil?

(...) Sin base de sufragio, la vida pública se adultera, ausente el elemento que funda el orden. Por cierto que así es posible hacer gobierno, pero sin alas. También el buque tumbado navega...

¡Pobre opinión pública, condenada al eterno anhelo de un bien que no alcanza; pobre ejército, obligado, por pundonor, a amparar el exceso; pobre diplomacia, limitada a pesquisar insurrecciones; pobres oposiciones, sin campo institucional para sus esfuerzos!

Todo lo puede el círculo; nada puede la soberanía. Excomulgados núcleos discrepantes, sólo hay en nuestro medio una sola manera de figuración oficial: entregarse al régimen, obtener su afecto. A la suavidad de formas, solo decorada la burla democrática, va correspondiendo una moral política acomodaticia, pregonada, con vigoroso desplante, por muchas unidades recién llegadas a la ciudadanía. El desvío mayor engendra el menor: la prepotencia invita a los entregamientos totales, mucho más así en medio reducido donde las oligarquías —planta grande en maceta chica— dilatan sus filamentos a todos los extremos.

(...) El bienestar económico, de perfil tan prosaico, concurre, en primera línea, a fundar la robustez internacional. Bastarse a sí mismo es consejo sabio que da la vida a los que empiezan la jornada. Aunque murmure quejas al romanticismo, tan cómodo para disimular debilidades, pensemos mucho en el mejor modo de asegurar y extender nuestra prosperidad material.

(...) Faltaría averiguar si el régimen de los teoricismos, aplicado a lo ajeno y a lo propio, le ofrece al país las unidades laboriosas y equilibradas que su presente exige. Pensamos que no. Los doctrinarismos con que se agobia a las imaginaciones tiernas perturban el desarrollo natural de las ideas, deformando el concepto de la vida local.

(...) El mismo impulso nos condujo a ignorar las virtudes de las poblaciones de tierra adentro, crueles con nuestros varoniles paisanos, tallados en hermosa madera. Gauchos, se repitió, sin templar con una intención de equidad la rudeza del término y con olvido de que en ellos puso su mayor origen nuestra estirpe: gaucha es la entraña de la patria y nosotros, sin sospecharlo a veces, su expresión más o menos acusada.

Intensifica aquella tendencia exagerada el abuso de las ideas generales, parecidas a las hojas muy afiladas en que ellas suelen cortar a la mano inhábil que las esgrime.

Nada más alevoso que las verdades inconclusas, sobre el papel, si comprendidas a medias. Y bien, las multitudes tendrían siempre que entenderlas así, mutiladas, vistas sus luces y no sus penumbras.

(...) Las fiebres libertarias nunca nos ayudarán a encarrilar nuestro patriotismo. Son ciudadanos del Uruguay y no ciudadanos del mundo los que afianzarán los derechos de la República.

Visible la dispersión de ideales que vivimos, más preocupados de las complicaciones ultramarinas que de las nuestras.

(...) Hijos de un país pequeño y nuevo, no debemos olvidar los orientales las leyes de la proporción, referidas a los vecinos enormes como al imperio moral creado por las civilizaciones excelsas. Concentremos nuestra voluntad en el propio taller; pongamos nuestra inteligencia, sobre todo, en el tema doméstico. Pasión y brazo al servicio de la causa nacional, parte minúscula, pero parte, al fin, de la epopeya humana. No haríamos poca hazaña contribuyendo con el testimonio de nuestra dicha, labrada despacio, a acrecer, con un grano de arena, los grandes saldos morales.

Debajo de las miserias que pretenden monopolizar el escenario, viene creciendo una vigorosa modalidad, otra piel. Ya el duelo entre hermanos a nadie contenta. Asistimos a la clausura de un capítulo.

(...) Para apurar el luminoso despertar deben unir su esfuerzo todos los ciudadanos sinceros, tendiéndose la mano por encima de barreras convencionales, unificados por la pasión nacional.

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