Por Miguel A. Scenna
Segunda entrega de un texto crucial, tanto para la comprensión de la geopolítica nacional del ejército roquista, como para situar en un ilustrativo período histórico, el modo en que actuó —y actúa hoy desde nuevas argumentaciones— la más perdurable de las zonceras argentinas: “el mal que nos aqueja es la extensión”.
Con el fantasma de la guerra planeando permanentemente, ante un rival belicoso y muy bien pertrechado, se imponía la necesidad de armar adecuadamente al ejército y la marina nacional y proceder a la ocupación efectiva de la Patagonia, que abandonada a su suerte podía ser presa de cualquier intriga. Recuérdese que en 1860 un pintoresco francés de apellido Tounens se "coronó" a sí mismo rey de Araucania y Patagonia, con el sonoro nombre de Orllie-Antoine I. Parece un chiste, pero todavía quedan pretendientes a esa alucinante monarquía.
Ya el 23 de agosto de 1867, en las postrimerías del gobierno de (Bartolomé) Mitre, el Congreso había sancionado una ley disponiendo el avance y ocupación hasta el río Negro. Al año siguiente el presidente (Faustino) Sarmiento ordenó, como paso previo, ocupar la isla de Choele Choel. Era pertinente la medida, pues por allí pasaba el Camino de los Chilenos, por donde fluía hacia más allá de los Andes la riqueza argentina. Pero justamente por ello las tribus se alarmaron y el omnipotente Calfucurá amenazó con desatar una guerra implacable.
El teniente coronel de marina Ceferino Ramírez, al mando de la nave Río Negro, se internó en 1872 por esa vía y llegó a Choele Choel, pero las cosas no pasaron de allí. Sarmiento titubeó ante la amenazadora posición de las tribus y al cabo todo quedó en nada.
La inhábil política del canciller (Mariano) Varela se las arregla para que, tan pronto como acabó la guerra del Paraguay, nos viéramos a punto de entrar en otra con Brasil. La amenaza fue tan grande, que urgentemente hubo que pensar en rearmar el país, provisto de anticuadas armas de fuego y con tres o cuatro barquitos de río que recibían el nombre de Escuadra Nacional. De manera que Sarmiento firmó la ley que, en mayo de 1872, dispuso la compra de tres acorazados modernos y una importante cantidad de armas portátiles automáticas.
Pero las nubes apretadas del lado de Brasil se disiparon. Todo se arregló y reinó la paz. Entonces comenzó a ensombrecerse el horizonte chileno. Los acorazados pedidos tardarían en llegar y la situación se agravaba con un encono creciente. (Nicolás) Avellaneda, con su ministro de Guerra y Marina, Adolfo Alsina, estuvo de acuerdo en la necesidad de ocupar el enorme desierto sureño y armar el país para cualquier eventualidad.
Y como es común en estos casos, se dejaron oír quejosas voces de protesta por las sumas destinadas a fines militares. Los disconformes señalaban que el país atravesaba una severa crisis económica, que estábamos endeudados hasta las cejas, que infinidad de necesidades yacían en la orfandad, etc., etc. Todo ello era cierto, pero tanto como que las costas de la República Argentina se extienden miles de kilómetros sobre el Atlántico, totalmente abiertas e indefensas, y que es ilusorio pretender conservarlas sin una marina de guerra eficiente y suficiente. Lo mismo que las dilatadas fronteras terrestres, exigían la correspondiente custodia de un ejército equipado y adiestrado.
Entre las voces disonantes que se alzaron para condenar la creación de una poderosa marina de guerra, se contó impensadamente con la del propio Sarmiento, fundador de la Escuela Naval. Comentando una memoria elevada al Congreso proponiendo la ocupación del sur patagónico y la comunicación adecuada de los puertos de aquella costa, el ex presidente dijo en El Nacional del 7 de junio de 1879:
"Al sur, desde el Río de la Plata a Magallanes, no tiene (la Argentina) territorios que por su opulencia y variedad de su vegetación, por la, profundidad y utilidad de los ríos que desembocan al océano, prometan servir de asiento a grandes y florecientes ciudades... Nosotros necesitamos, por el contrario, reconcentrar nuestras fuerzas dentro del Río de la Plata, a lo largo de sus afluentes... Tengamos enhorabuena marina de agua dulce... No debemos, no hemos de ser nación marítima. Las costas del sur no valdrán nunca la pena de crear para ellas una marina … Colonicemos río arriba; colonicemos alrededor de nuestras propias ciudades y no imaginemos Eldorados ... porque el país no vale la pena correr los azares de una población lejana. En el sur podemos tener Chubuts y Mercedes y Carmen de Patagones, rudimentos de extranjeros rebeldes y de miserables aldeas. Bahía Blanca será algún día algo; aunque nadie le ha impedido serlo en tres siglos (¿!) de vida; pero no querramos ponerla en conservatorio, creando marina para ir a recoger huevos y plumas de avestruz".
Así escribía "El Profeta" poco después de dejar la primera magistratura de la República Argentina. Da pena transcribir páginas como ésa, pero es un inmejorable exponente del concepto de Patria Chica: nada debía defenderse, todo debía abandonarse, reduciendo la Argentina al radio de Buenos Aires y su hinterland. Hermoso ejemplo de mentalidad sin fronteras, volcada hacía adentro, introvertida, inmediata, cegada a todo lo que no fuera la pampa húmeda y su zona de influencia. El resto no merece cuidados. No por casualidad perdimos tantos territorios.
Afortunadamente, muchos argentinos menos prominentes en el recuerdo de la posteridad y hoy sin bustos a cada paso, pensaron de otro modo. Como dice Tamagno (1):
"La Divina Providencia ha querido poner en ridículo a este hombre de genio; no eran huevos y plumas los que iríamos a buscar a la Patagonia: era petróleo, hierro y carbón. Justamente lo que puede darnos el desarrollo industrial para llegar a tener marina, y esa posibilidad estaba en la Patagonia que él desaprensivamente repudió tantas veces. Es que, ab initio, el genio estaba equivocado; no era entregando nuestra economía, sino defendiéndola, que podíamos llegar a ser algo. Todavía estamos en el pantano de agua dulce en que nos sumergió”.
Irónicamente, y demostrando que —por suerte— la realidad resultó más grande que sus profecías, durante medio siglo la nave escuela en que se graduó medio centenar de promociones de marinos argentinos, paseó el nombre de Sarmiento por todos los mares del mundo.
La segunda conquista del desierto
El momento era propicio para completar la ocupación efectiva del sur. Desde que asumió el Ministerio de Guerra y Marina, Adolfo Alsina comenzó a poner en marcha un plan: un avance progresivo de la frontera, adelantando una línea de fuertes y excavando un ancho zanjón. Una vez colonizada la retaguardia y convenientemente poblada, se adelantaría otro tanto, y así sucesivamente, de modo que a la postre era un plan defensivo y a largo plazo, que tardaría muchos años en concretarse. El comandante en jefe de la frontera interior, general Julio Argentino Roca, se opuso a mecanismo tan lento (…).
(…) La polémica halló inesperada solución cuando en los últimos días de 1877 falleció Alsina, pasando Roca al ministerio. En adelante quedó definida la tónica a seguir. En agosto de 1878, planeando gravemente la amenaza de guerra con Chile, el gobierno propuso al Congreso la ocupación del desierto hasta el río Negro. El 4 de octubre fue sancionada la ley, y el 5 promulgada por el presidente Avellaneda. Las razones de la urgencia fueron expresadas por Roca:
"No hay argentino que no comprenda en estos momentos, en que somos agredidos por las pretensiones chilenas, que debemos tomar posesión real y efectiva de la Patagonia, empezando por llevar la población a Río Negro”.
A mediados de abril de 1879, Julio A. Roca se puso al frente del ejército e inició la gran batida que, de varios puntos y siguiendo a grandes líneas el camino trazado por Rosas, avanzó sobre las desoladas regiones. El 24 de mayo establecía su cuartel general a orillas del río Negro, cuyas márgenes ocupó, desprendiendo desde allí una serie de expediciones para arrojar a los indígenas hacia la cordillera de donde llegaran. El plan se había cumplido con perfecta precisión en apenas cuarenta días.
Se ha señalado que esta segunda conquista del desierto fue sin lucha, tan sólo un paseo militar con demasiada bambolla. Cierto que se vino a descubrir que había menos indios de lo pensado. Los modernos Remington automáticos, con tiro de precisión y gran alcance, y los grandes encuentros de años anteriores, sobre todo la batalla de San Carlos, habían dejado casi sin indios de pelea a las tribus, que fueron arrasadas sin trabajo.
Pero el despliegue bélico y la publicitación tenían dos destinatarios precisos. La conquista debía repercutir sonoramente tanto en Buenos Aires como en Santiago. Y Roca logró las dos cosas. Tan pronto como cumplió su promesa, Roca delegó el mando en el coronel Conrado Villegas y volvió a toda prisa a la Capital para digitar otra conquista, que acabaría en un enfrentamiento mayor y más sangriento con el gobernador (Carlos) Tejedor y cuyo premio era la presidencia de la República.
Chile, embarcado en la guerra del Pacífico, contempló con aprensión el avance del ejército argentino. Más allá de la bambolla, los chilenos apreciaron la capacidad operativa, la velocidad de maniobra, la precisión matemática de las acciones de las cinco divisiones empleadas, la resistencia de los soldados y la evidente calidad de los equipos y armamentos. Poco después, la breve guerra civil que a mediados de 1880 tuvo por escenario Buenos Aires, enconadamente peleada por ambos bandos, completó el panorama con la imagen de un pueblo aguerrido y bien plantado para la lucha. Y sacaron conclusiones.
El Tratado de 1881
Roca asumió la presidencia de la República el 1ro. de octubre de 1880, con el problema planteado con Chile sin visos de arreglo. Su primer cuidado fue llevar a la cancillería, con toda intención, a un veterano de esos negocios: don Bernardo de Irigoyen. Sabía que pocos conocían el largo debate como él, y que si había alguien capaz de sacar las cosas adelante sin guerra y con honor, era precisamente don Bernardo.
No había plenipotenciario chileno en Buenos Aires, ni argentino en Santiago. Las relaciones estaban en el aire y podían agrietarse en cualquier momento. Fue entonces que dos norteamericanos decidieron mediar. Es curioso, pero entre los millones de americanos del Norte, estos dos tenían el mismo apellido, sin ser parientes. No sólo eso. Para completar la broma del destino, también compartían un mismo nombre: Thomas Osborn. Afortunadamente, las respectivas madres tuvieron la buena idea de agregarles un segundo nombre, que esta vez, casualmente, fue distinto. Thomas Obden Osborn era plenipotenciario de los Estados Unidos en Buenos Aires, y Thomas Andrew Osborn cubría el mismo cargo en Chile.
Abrió luego el de Santiago, a fines de 1880, escribiendo a su colega de este lado que había sondeado las disposiciones de La Moneda, encontrando buena disposición para llegar a un arreglo pacífico con Argentina, en base a un arbitraje que tomara por punto de partida el artículo 38 del Tratado de 1855. Chile no deseaba la guerra —estaba metido en otra— pero por razones de prestigio se negaba a tomar la iniciativa en la reanudación de las negociaciones. Como suponía que otro tanto pasaba con la Casa Rosada, pedía al plenipotenciario en Buenos Aires su colaboración. De inmediato Thomas O. Osborn pidió audiencia a Bernardo de Irigoyen, que lo recibió esa misma noche en su casa particular. El canciller escuchó atentamente, mostró cauto interés y manifestó que debía consultar con el presidente. El 2 de enero de 1881 dio su primera respuesta, aceptando la mediación siempre que la Patagonia quedara fuera del arbitraje, cosa que fue inmediatamente comunicada por Osborn a su colega en Santiago.
En ese momento, las posiciones mínimas de ambos gobiernos parecían haber cristalizado en precisas pretensiones. Chile reivindicaba toda la cordillera patagónica, es decir ambas faldas hasta la llanura, todo el Estrecho de Magallanes, e íntegras Tierra del Fuego y las islas australes, mientras Argentina no aceptaba otra línea que no fuera la de las altas cumbres cordilleranas, la boca oriental del Estrecho, parte de Tierra del Fuego y de las islas australes. En sus conversaciones con Osborn, Irigoyen lo interiorizó de la disputa y los términos de las pretensiones chilenas. Courtney Letts de Spills ha publicado (2) algunas cartas intercambiadas por los plenipotenciarios norteamericanos en ese período y entre ellas transcribe una de Thomas O. a Thomas A., en que dice:
"... me inclino a pensar que este gobierno declinará aceptar … porque Chile pone ahora una interpretación del artículo 89 que es completamente extraña a su contenido, el que fue mal entendido ... por el gobierno chileno. El arbitraje..., en mi opinión, será declinado a menos que la cuestión sometida se confine a la simple cuestión de límites entre los dos países y no envuelva la cuestión de la Patagonia, sobre todo la base de que una cuestión de límites es muy diferente de la propiedad de los territorios inmediatos. La primera trata meramente del lugar donde la línea limítrofe pasa entre dos países ..., pero la última, tomando el caso en cuestión, trata de un inmenso territorio que ocupa nada menos que nueve grados de latitud. Se considera que semejante cuestión no puede ser llamada... de límites, sino de dominio".
En verdad, tras la voz del plenipotenciario se alzaba claramente la tesis de Irigoyen. Ambos diplomáticos mantuvieron una densa comunicación, de la que tenían al tanto a las cancillerías, que a su vez facilitaron en todo lo posible dicha comunicación. Al cabo, llegaron a la convicción de que el mejor arreglo de la espinosa cuestión debía basarse en el protocolo Irigoyen-Barros Arana de 1876, en su momento rechazado por Chile, y en la necesidad previa de reconocer a la Patagonia como parte integrante de Argentina.
A principios de junio de 1881 se llegó a un acuerdo entre las partes, hecho oficialmente anunciado el día 3 en Santiago y el 6 en Buenos Aires. Por fin, el 23 de junio se firmó en la capital argentina el fundamental documento, por el cual Chile renunciaba a sus pretensiones a la Patagonia y Argentina resignaba sus derechos al Estrecho y a la mitad de Tierra del Fuego. Por nuestro gobierno lo suscribió Bernardo de Irigoyen y por Chile el cónsul Francisco de Borja Echeverría, telegráficamente ascendido a plenipotenciario para el caso, y en Santiago lo hicieron el canciller José Manuel Balmaceda y el cónsul Agustín Arroyo, investido de plenipotencias desde Buenos Aires por el mismo procedimiento.
Notas:
(1) Roberto Tamagno, Sarmiento, los liberales y el imperialismo inglés, Ed. Peña Lillo, Buenos Aires, 1969, pág. 86.
(2) Noticias confidenciales de Buenos Aires a USA (1869-1892), Ed. Jorge Álvarez, Buenos Aires, 1969.
domingo, 29 de agosto de 2010
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2 comentarios:
EXCELENTE,NADA MAS QUE EXCELENTE.
la gran víctima de toda esta historia han sido los pueblos tehuelches que a manos de unos y de otros fueron acorralados, asesinados y finalmente invisibilizados tanto del territorio como de la historia oficial.
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