Por Miguel A. Scenna
Arturo Jauretche (1901-1974) fue quien sistematizó en su libro Ejército y política la tensión fundamental de la política argentina, partiendo de la oposición entre los términos Patria Grande y Patria Chica. “La política del espacio, es decir, la preocupación de las fronteras, es la condición primaria de una Política Nacional”, escribió.
Así, también, en perspectiva histórica señalaba: “Mientras Brasil puso su acento en la extensión, al igual que los hombres de nuestra Patria Grande, la Patria Chica se llamó progresista y puso su acento en la profundidad haciendo predominar la idea del progreso acelerado sobre la extensión”.
Un buen ejemplo es el de Faustino Sarmiento (1811-1888), paladín de la “corrección política” a pesar de su gestualidad inconforme, quien aportó su formidable pluma al progresismo de Patria Chica, en el momento en que Ejército Nacional, fundado por Julio Roca (1843-1914), se aprestaba a emprender la más importante política de fronteras de la historia argentina.
Hoy no estamos tan lejos. El actual afianzamiento de la discursividad indigenista —siempre funcional a las narrativas sociales disgregadoras— promueve la execración de aquella campaña que, en un momento estratégicamente fundamental, incorporó la Patagonia a la soberanía nacional.
Como un aporte a esta discusión, vamos a publicar una serie de escritos dedicados a los motivos, circunstancias y contextos de aquel período crucial.
Comenzaremos con el primero de tres fragmentos de una obra imprescindible de nuestra historiografía: Argentina — Chile: una frontera caliente de Miguel Angel Scenna (1924-1981), tratando de ubicar la interpretación de la campaña roquista en un marco más amplio del que ofrecen los viejos y nuevos “progresistas”.
Desde principios de la década, Chile se armaba aceleradamente, hasta llegar a contar con los más modernos equipos bélicos de Sudamérica. Súmese a ello un ejercito aguerrido, una situación económica mas brillante que las de sus vecinos y una conducción nacionalista e imperial de su política externa (...).
Chile estaba decidido a la expansión territorial, y ya conocemos los dos campos que tenía en vista: la zona boliviana de Atacama y la Patagonia argentina.
La guerra era inevitable con uno u otro, y en 1879 pesó más la región norteña, donde los acontecimientos se precipitaron. Hacía años que Chile preparaba pacientemente el golpe, favorecido por la desidia con que el gobierno boliviano mantenía en el abandono esa región desértica, pero de apreciable riqueza minera, al sur de la cual corría el difuso e impreciso límite internacional. El descubrimiento de guano, salitre y nitrato de soda, en la zona, atrajo de inmediato el interés chileno, iniciándose una doble vía de infiltración: por un lado una creciente emigración de obreros y braceros chilenos hacia el desierto de Atacama; por el otro, la inversión de cuantiosos capitales de la misma nacionalidad para la explotación de las riquezas.
Bolivia, hundida en el pantano de una interminable anarquía, protestó en varias oportunidades por los avances chilenos, pero la situación política interna le impidió encarar las cosas de manera eficiente, y la penetración continuó sin inconvenientes. Cuando se quisieron acordar, en Atacama había más chilenos que bolivianos.
A su vez, como las condiciones mineras favorables se extendían hasta territorio peruano, hacia allí comenzó a dirigirse la mirada chilena. Este enfoque invocó un acercamiento entre Lima y La Paz, y el gobierno boliviano sugirió al presidente (Faustino) Sarmiento la posibilidad de una alianza argentino-boliviana, verdadero huevo de Colón para neutralizar la amenaza chilena, y cuyo premio para Argentina, además de espantar los fantasmas del sur, sería la restitución de Tarija. Parece mentira, pero las negociaciones no prosperaron. Da la impresión de que en Buenos Aires no se había comprendido cabalmente que nuestros aliados naturales eran aquellas repúblicas norteñas.
En 1873 Bolivia y Perú firmaron un tratado que mantuvieron en secreto, con fines a la común defensa. La situación de Atacama, con una mayoría chilena no integrada, dueña del capital y del trabajo, debía desembocar en la guerra. Un impuesto decretado por el gobierno de La Paz y la posterior confiscación de una compañía chilena que se negó a pagarlo, conformaron el casus belli.
El 8 de febrero de 1879 Chile elevó un ultimátum a La Paz, y sin esperar la respuesta, sus fuerzas armadas invadieron Bolivia y tomaron el día 12 la ciudad de Antofagasta. Rápidamente completaron la ocupación de Atacama, sin previa declaración de guerra.
Téngase en cuenta que en aquellos tiempos se respetaba la formalidad de la previa declaración antes de iniciar operaciones. El hecho de empezar y terminar las guerras sin molestarse en declararlas es cosa de nuestros días. A principios de este siglo, Japón fue violentamente criticado por atacar a Rusia sin previo aviso (lo mismo haría en la década del treinta con China y en 1941 con Estados Unidos), pero ya Chile había empleado el procedimiento en 1879, logrando con ese golpe fulminante ganar la región en litigio y colocarse de entrada en situación ventajosa.
Alegando el tratado secreto entre Bolivia y Perú, también embistió a esta república. El 2 de abril el Congreso chileno autorizaba a declarar la guerra a ambos países. Las operaciones ya llevaban dos meses de desarrollo.
La oportunidad perdida
La iniciación de la Guerra del Pacífico aconsejó al gobierno del presidente (Aníbal) Pinto paliar el conflicto con Argentina, para ganar su neutralidad. La república trasandina se las podía ver victoriosamente con Perú y Bolivia juntas, ya que ninguna de ellas podía contender entonces con Chile, ni política, ni social, ni económica, ni militarmente. Pero si se sumaba Argentina las cosas podrían ser no tan seguras. Claro que apenas tenía flota, pero el ejército, numeroso y aguerrido, estaba recibiendo armas modernas. Además, la lógica enseña que no deben emprenderse guerras en dos frentes.
(…) Lo cierto es que la Casa Rosada ya había resuelto desentenderse del asunto, en medio de una situación política interna cada vez más grave, que amenazaba convertir en guerra civil la sucesión presidencial de (Nicolás) Avellaneda. Ello a pesar de la fuerte presión interna y externa que pesaba sobre la Casa Rosada. Bolivia y Perú descontaban la intervención argentina y nada olvidaron para producirla, desde la devolución de Tarija hasta la entrega de una buena parte del Chaco y una salida al Pacífico para nuestro país.
En lo interno, era abrumadora la simpatía popular hacia los países norteños y desde muchos núcleos influyentes se reclamaba la entrada en guerra para ayudarlos. El espíritu belicoso llegó a tal extremo que pudo haber arrastrado a otro gobierno, pero se estrelló contra la firme decisión de Avellaneda de mantener la neutralidad, si bien ésta jamás fue expresamente declarada.
No les faltaba razón a los críticos. La Argentina no podía desentenderse de los acontecimientos que ocurrían en el Pacífico, facilitando con su quietud la ruptura del equilibrio internacional en favor de Chile, nuestro eventual enemigo, y para quien éramos la siguiente víctima. La única explicación coherente de esta actitud es que la Casa Rosada pensaba aprovechar el conflicto para presionar sobre Chile y lograr una solución favorable en el sur. Veremos que tampoco había nada de eso. Los problemas internos, una vez más, habían obnubilado irremediablemente a nuestros dirigentes. (…)
El camino de los chilenos
Era inútil seguir manteniendo pujas diplomáticas si no se ocupaba real y efectivamente el inmenso territorio vacío del sur. Desde que, más de cuarenta años atrás, (Juan Manuel de) Rosas ocupara la línea del río Negro mandando una avanzada hasta Valcheta, la frontera interna con el indio había retrocedido de manera alarmante, hasta llegar al centro actual de la provincia de Buenos Aires. Teóricamente, aquel desierto estaba bajo jurisdicción argentina, pero en la realidad los únicos dueños eran las tribus indígenas que lo recorrían y que cada tanto se arrojaban en malones sobre las poblaciones. Algunos caciques —entre ellos Calfucurá, que había nacido del lado chileno de la cordillera— se decían argentinos, pero más valía no confiar demasiado en este tipo de soberanía por delegación, que podía cambiar de beneficiario en el momento menos pensado. Sobre todo cuando muchos chilenos —algunos muy influyentes— se dedicaban a mimar a los salvajes para atraerlos hacia su nacionalidad y ponerlos al servicio de ella.
Hubo una verdadera organización chilena que lucró largamente con la hacienda robada en campos bonaerenses. Los malones arrasaban las estancias pampeanas y se llevaban el ganado tierra adentro. La senda que seguían hacia el oeste era conocida de mucho tiempo atrás como Camino de los Chilenos. Pasaba cerca de Olavarría y luego desviaba hacia el río Colorado, lo atravesaba, bordeaba el río Negro y siempre hacia la cordillera, llegaban a la actual provincia de Neuquén, atravesaban los pasos y entraban en Chile, donde los animales eran vendidos a los hacendados trasandinos. Naturalmente, éstos sabían que , estaban mercando con ganado robado, pero los pingües negocios que redondeaban no les permitían detenerse en escrúpulos. La organización se perfeccionó con los años y de ese modo la hacienda argentina, al llegar a los ricos pastos de los valles neuquinos, era sometida a un proceso de engorde, previo a la venta en Chile. Tan importante llegó a ser este tráfico ilegal, que según afirma Gregorio Álvarez, "su comercio alcanzaba tal volumen que regulaba el precio de la hacienda en todo el continente". ¡Nada menos!
Ante tamaña succión de la riqueza argentina, que incidía de manera letal sobre una economía sacudida ya por una severa crisis, siendo canciller Bernardo de Irigoyen solicitó a La Moneda que vigilara la salida de hacienda en su territorio. La respuesta que recibió fue altamente pintoresca, pues se rechazó el pedido alegando que la Constitución trasandina garantizaba la plena libertad de empresa…, con lo cual el robo y el contrabando aparecían inesperadamente bendecidos por el máximo instrumento legal chileno. Al responder negando validez a esa tesis, pareciera que por una vez don Bernardo perdió la calma, pues alegó con razón que los ladrones y sus cómplices no pueden estar protegidos por la legislación de un país civilizado, siendo absurdo que los propietarios argentinos damnificados tuvieran que trasladarse a Chile para tramitar caso por caso ante sus tribunales, con el improbable fin de recuperar sus bienes.
Pero a Chile le convenía que las cosas siguieran así indefinidamente, pues en tanto la penetración continuaba a paso firme. Los hacendados chilenos fueron obteniendo de las tribus indígenas el dominio en arriendo de una cantidad de valles y praderas neuquinas, y cuando pareció razonablemente ocupada la zona, el gobierno chileno nombró silenciosamente un subdelegado en la misma. Claro que sabían que la región quedaba dentro de los límites argentinos, pero era un hecho consumado, un ejercicio efectivo de soberanía, que el día de mañana pudiera permitirle ganar Neuquén entero, donde no aparecía ningún argentino a la vista. Además, el subdelegado tenía otras misiones: ganar a las tribus, influir sobre ellas, volcarlas hacia Chile y volverlas contra Argentina, y para ello presidía una permanente infiltración de indios chilenos hacia las pampas argentinas. Podían ser útiles de varias maneras: extender a Chile hasta el Atlántico, perturbar la ocupación argentina de la llanura central, mantener un régimen perenne de inseguridad en la frontera interna bonaerense.
Uno de los que señaló el peligro fue el joven general Julio Argentino Roca, interesado en recuperar esas extensiones para el patrimonio nacional, antes de que fueran pasto de la ambición extranjera. Así, escribió:
"Casi todos los caciques de esas tribus acuden al llamado de las autoridades chilenas y el principal de todos ellos, Feliciano Purrán, que tiene su residencia en Campanario, doce leguas al sur del Neuquén, que se titula gobernador y General..., recibe sueldos del gobierno chileno para hacer sus intereses y las vidas de sus ciudades... Hay otros caciques que se hacen capataces de hacendados chilenos y reciben en guarda miles de ganados..."
Tal era la situación al promediar la presidencia de Avellaneda, cuando Bernardo de Irigoyen exclamaba: "¿Cómo ha podido gobernarse tantos años así?".
El dilema era de hierro: o de una buena vez se hacía ocupación efectiva de las inmensas soledades que constituían la mitad olvidada de Argentina, o se aceptaba el riesgo de desintegración del territorio nacional. No en vano en 1876 —el mismo año en que Francisco P. Moreno llegó al lago Nahuel Huapí y desplegó ante sus aguas la bandera argentina—, fuentes oficiales chilenas aseguraban estar en "posesión tranquila" de la Patagonia ¡¡hasta el río Negro!!
Había que obrar y rápido, antes de que el tiempo útil se esfumara.
(Continúa en la próxima entrega)
Arturo Jauretche (1901-1974) fue quien sistematizó en su libro Ejército y política la tensión fundamental de la política argentina, partiendo de la oposición entre los términos Patria Grande y Patria Chica. “La política del espacio, es decir, la preocupación de las fronteras, es la condición primaria de una Política Nacional”, escribió.
Así, también, en perspectiva histórica señalaba: “Mientras Brasil puso su acento en la extensión, al igual que los hombres de nuestra Patria Grande, la Patria Chica se llamó progresista y puso su acento en la profundidad haciendo predominar la idea del progreso acelerado sobre la extensión”.
Un buen ejemplo es el de Faustino Sarmiento (1811-1888), paladín de la “corrección política” a pesar de su gestualidad inconforme, quien aportó su formidable pluma al progresismo de Patria Chica, en el momento en que Ejército Nacional, fundado por Julio Roca (1843-1914), se aprestaba a emprender la más importante política de fronteras de la historia argentina.
Hoy no estamos tan lejos. El actual afianzamiento de la discursividad indigenista —siempre funcional a las narrativas sociales disgregadoras— promueve la execración de aquella campaña que, en un momento estratégicamente fundamental, incorporó la Patagonia a la soberanía nacional.
Como un aporte a esta discusión, vamos a publicar una serie de escritos dedicados a los motivos, circunstancias y contextos de aquel período crucial.
Comenzaremos con el primero de tres fragmentos de una obra imprescindible de nuestra historiografía: Argentina — Chile: una frontera caliente de Miguel Angel Scenna (1924-1981), tratando de ubicar la interpretación de la campaña roquista en un marco más amplio del que ofrecen los viejos y nuevos “progresistas”.
Desde principios de la década, Chile se armaba aceleradamente, hasta llegar a contar con los más modernos equipos bélicos de Sudamérica. Súmese a ello un ejercito aguerrido, una situación económica mas brillante que las de sus vecinos y una conducción nacionalista e imperial de su política externa (...).
Chile estaba decidido a la expansión territorial, y ya conocemos los dos campos que tenía en vista: la zona boliviana de Atacama y la Patagonia argentina.
La guerra era inevitable con uno u otro, y en 1879 pesó más la región norteña, donde los acontecimientos se precipitaron. Hacía años que Chile preparaba pacientemente el golpe, favorecido por la desidia con que el gobierno boliviano mantenía en el abandono esa región desértica, pero de apreciable riqueza minera, al sur de la cual corría el difuso e impreciso límite internacional. El descubrimiento de guano, salitre y nitrato de soda, en la zona, atrajo de inmediato el interés chileno, iniciándose una doble vía de infiltración: por un lado una creciente emigración de obreros y braceros chilenos hacia el desierto de Atacama; por el otro, la inversión de cuantiosos capitales de la misma nacionalidad para la explotación de las riquezas.
Bolivia, hundida en el pantano de una interminable anarquía, protestó en varias oportunidades por los avances chilenos, pero la situación política interna le impidió encarar las cosas de manera eficiente, y la penetración continuó sin inconvenientes. Cuando se quisieron acordar, en Atacama había más chilenos que bolivianos.
A su vez, como las condiciones mineras favorables se extendían hasta territorio peruano, hacia allí comenzó a dirigirse la mirada chilena. Este enfoque invocó un acercamiento entre Lima y La Paz, y el gobierno boliviano sugirió al presidente (Faustino) Sarmiento la posibilidad de una alianza argentino-boliviana, verdadero huevo de Colón para neutralizar la amenaza chilena, y cuyo premio para Argentina, además de espantar los fantasmas del sur, sería la restitución de Tarija. Parece mentira, pero las negociaciones no prosperaron. Da la impresión de que en Buenos Aires no se había comprendido cabalmente que nuestros aliados naturales eran aquellas repúblicas norteñas.
En 1873 Bolivia y Perú firmaron un tratado que mantuvieron en secreto, con fines a la común defensa. La situación de Atacama, con una mayoría chilena no integrada, dueña del capital y del trabajo, debía desembocar en la guerra. Un impuesto decretado por el gobierno de La Paz y la posterior confiscación de una compañía chilena que se negó a pagarlo, conformaron el casus belli.
El 8 de febrero de 1879 Chile elevó un ultimátum a La Paz, y sin esperar la respuesta, sus fuerzas armadas invadieron Bolivia y tomaron el día 12 la ciudad de Antofagasta. Rápidamente completaron la ocupación de Atacama, sin previa declaración de guerra.
Téngase en cuenta que en aquellos tiempos se respetaba la formalidad de la previa declaración antes de iniciar operaciones. El hecho de empezar y terminar las guerras sin molestarse en declararlas es cosa de nuestros días. A principios de este siglo, Japón fue violentamente criticado por atacar a Rusia sin previo aviso (lo mismo haría en la década del treinta con China y en 1941 con Estados Unidos), pero ya Chile había empleado el procedimiento en 1879, logrando con ese golpe fulminante ganar la región en litigio y colocarse de entrada en situación ventajosa.
Alegando el tratado secreto entre Bolivia y Perú, también embistió a esta república. El 2 de abril el Congreso chileno autorizaba a declarar la guerra a ambos países. Las operaciones ya llevaban dos meses de desarrollo.
La oportunidad perdida
La iniciación de la Guerra del Pacífico aconsejó al gobierno del presidente (Aníbal) Pinto paliar el conflicto con Argentina, para ganar su neutralidad. La república trasandina se las podía ver victoriosamente con Perú y Bolivia juntas, ya que ninguna de ellas podía contender entonces con Chile, ni política, ni social, ni económica, ni militarmente. Pero si se sumaba Argentina las cosas podrían ser no tan seguras. Claro que apenas tenía flota, pero el ejército, numeroso y aguerrido, estaba recibiendo armas modernas. Además, la lógica enseña que no deben emprenderse guerras en dos frentes.
(…) Lo cierto es que la Casa Rosada ya había resuelto desentenderse del asunto, en medio de una situación política interna cada vez más grave, que amenazaba convertir en guerra civil la sucesión presidencial de (Nicolás) Avellaneda. Ello a pesar de la fuerte presión interna y externa que pesaba sobre la Casa Rosada. Bolivia y Perú descontaban la intervención argentina y nada olvidaron para producirla, desde la devolución de Tarija hasta la entrega de una buena parte del Chaco y una salida al Pacífico para nuestro país.
En lo interno, era abrumadora la simpatía popular hacia los países norteños y desde muchos núcleos influyentes se reclamaba la entrada en guerra para ayudarlos. El espíritu belicoso llegó a tal extremo que pudo haber arrastrado a otro gobierno, pero se estrelló contra la firme decisión de Avellaneda de mantener la neutralidad, si bien ésta jamás fue expresamente declarada.
No les faltaba razón a los críticos. La Argentina no podía desentenderse de los acontecimientos que ocurrían en el Pacífico, facilitando con su quietud la ruptura del equilibrio internacional en favor de Chile, nuestro eventual enemigo, y para quien éramos la siguiente víctima. La única explicación coherente de esta actitud es que la Casa Rosada pensaba aprovechar el conflicto para presionar sobre Chile y lograr una solución favorable en el sur. Veremos que tampoco había nada de eso. Los problemas internos, una vez más, habían obnubilado irremediablemente a nuestros dirigentes. (…)
El camino de los chilenos
Era inútil seguir manteniendo pujas diplomáticas si no se ocupaba real y efectivamente el inmenso territorio vacío del sur. Desde que, más de cuarenta años atrás, (Juan Manuel de) Rosas ocupara la línea del río Negro mandando una avanzada hasta Valcheta, la frontera interna con el indio había retrocedido de manera alarmante, hasta llegar al centro actual de la provincia de Buenos Aires. Teóricamente, aquel desierto estaba bajo jurisdicción argentina, pero en la realidad los únicos dueños eran las tribus indígenas que lo recorrían y que cada tanto se arrojaban en malones sobre las poblaciones. Algunos caciques —entre ellos Calfucurá, que había nacido del lado chileno de la cordillera— se decían argentinos, pero más valía no confiar demasiado en este tipo de soberanía por delegación, que podía cambiar de beneficiario en el momento menos pensado. Sobre todo cuando muchos chilenos —algunos muy influyentes— se dedicaban a mimar a los salvajes para atraerlos hacia su nacionalidad y ponerlos al servicio de ella.
Hubo una verdadera organización chilena que lucró largamente con la hacienda robada en campos bonaerenses. Los malones arrasaban las estancias pampeanas y se llevaban el ganado tierra adentro. La senda que seguían hacia el oeste era conocida de mucho tiempo atrás como Camino de los Chilenos. Pasaba cerca de Olavarría y luego desviaba hacia el río Colorado, lo atravesaba, bordeaba el río Negro y siempre hacia la cordillera, llegaban a la actual provincia de Neuquén, atravesaban los pasos y entraban en Chile, donde los animales eran vendidos a los hacendados trasandinos. Naturalmente, éstos sabían que , estaban mercando con ganado robado, pero los pingües negocios que redondeaban no les permitían detenerse en escrúpulos. La organización se perfeccionó con los años y de ese modo la hacienda argentina, al llegar a los ricos pastos de los valles neuquinos, era sometida a un proceso de engorde, previo a la venta en Chile. Tan importante llegó a ser este tráfico ilegal, que según afirma Gregorio Álvarez, "su comercio alcanzaba tal volumen que regulaba el precio de la hacienda en todo el continente". ¡Nada menos!
Ante tamaña succión de la riqueza argentina, que incidía de manera letal sobre una economía sacudida ya por una severa crisis, siendo canciller Bernardo de Irigoyen solicitó a La Moneda que vigilara la salida de hacienda en su territorio. La respuesta que recibió fue altamente pintoresca, pues se rechazó el pedido alegando que la Constitución trasandina garantizaba la plena libertad de empresa…, con lo cual el robo y el contrabando aparecían inesperadamente bendecidos por el máximo instrumento legal chileno. Al responder negando validez a esa tesis, pareciera que por una vez don Bernardo perdió la calma, pues alegó con razón que los ladrones y sus cómplices no pueden estar protegidos por la legislación de un país civilizado, siendo absurdo que los propietarios argentinos damnificados tuvieran que trasladarse a Chile para tramitar caso por caso ante sus tribunales, con el improbable fin de recuperar sus bienes.
Pero a Chile le convenía que las cosas siguieran así indefinidamente, pues en tanto la penetración continuaba a paso firme. Los hacendados chilenos fueron obteniendo de las tribus indígenas el dominio en arriendo de una cantidad de valles y praderas neuquinas, y cuando pareció razonablemente ocupada la zona, el gobierno chileno nombró silenciosamente un subdelegado en la misma. Claro que sabían que la región quedaba dentro de los límites argentinos, pero era un hecho consumado, un ejercicio efectivo de soberanía, que el día de mañana pudiera permitirle ganar Neuquén entero, donde no aparecía ningún argentino a la vista. Además, el subdelegado tenía otras misiones: ganar a las tribus, influir sobre ellas, volcarlas hacia Chile y volverlas contra Argentina, y para ello presidía una permanente infiltración de indios chilenos hacia las pampas argentinas. Podían ser útiles de varias maneras: extender a Chile hasta el Atlántico, perturbar la ocupación argentina de la llanura central, mantener un régimen perenne de inseguridad en la frontera interna bonaerense.
Uno de los que señaló el peligro fue el joven general Julio Argentino Roca, interesado en recuperar esas extensiones para el patrimonio nacional, antes de que fueran pasto de la ambición extranjera. Así, escribió:
"Casi todos los caciques de esas tribus acuden al llamado de las autoridades chilenas y el principal de todos ellos, Feliciano Purrán, que tiene su residencia en Campanario, doce leguas al sur del Neuquén, que se titula gobernador y General..., recibe sueldos del gobierno chileno para hacer sus intereses y las vidas de sus ciudades... Hay otros caciques que se hacen capataces de hacendados chilenos y reciben en guarda miles de ganados..."
Tal era la situación al promediar la presidencia de Avellaneda, cuando Bernardo de Irigoyen exclamaba: "¿Cómo ha podido gobernarse tantos años así?".
El dilema era de hierro: o de una buena vez se hacía ocupación efectiva de las inmensas soledades que constituían la mitad olvidada de Argentina, o se aceptaba el riesgo de desintegración del territorio nacional. No en vano en 1876 —el mismo año en que Francisco P. Moreno llegó al lago Nahuel Huapí y desplegó ante sus aguas la bandera argentina—, fuentes oficiales chilenas aseguraban estar en "posesión tranquila" de la Patagonia ¡¡hasta el río Negro!!
Había que obrar y rápido, antes de que el tiempo útil se esfumara.
(Continúa en la próxima entrega)
2 comentarios:
interesante y re bien redactado, genial!. Un abrazo
Tanto el "progresismo" como el "expansionismo" nacionalista del siglo XIX estuvieron al servicio de los intereses de la corona británica. En Chile, las mimas fueron explotadas por empresas de ese orgien. En nuestro país, después de la masacre de "indios chilenos" "feos como escuerzos", como diría Francisco P. Moreno, la corona británica fue obsequiada con un millón de hectáreas en Chubut y Río Negro; un puñado de sus súbditos se quedó con casi toda la provincia de Santa Cruz y una parte de Chubut y Neuquén. Lo que se expandió fue el latifundio improductivo y lo que se canceló de un modo definitivo para las oligarquías reaccionarias, fue el proceso de unificación latinoamericana que habían promovido Belgrano, Moreno, Castellí, de Monteagudo, Sucre, Bolívar y San Martín. Un análisis pobre.
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