por Maximiliano Molocznik
El autor de Marxistas Latinoamericanos (2005), se expresa en este breve reportaje sobre la historiografía nacional y militante en la coyuntura actual. También lo consultamos en torno al aporte de los historiadores que se desempeñan en los medios masivos de difusión.
– ¿Existe una nueva camada de historiadores que le sirva al pensamiento nacional para reencontrarse con sus fuentes, con sus tradiciones? ¿Hay una historiografía militante, en la actualidad, que pueda considerarse heredera de Rodolfo Puiggrós o Jorge Abelardo Ramos, por citar algunas referencias?
– Creo que hay una inquietud en los jóvenes intelectuales que, en años anteriores, habían hecho sus tránsitos pura y exclusivamente por los ámbitos académicos; mediante un acercamiento de tipo epistemológico, en primer lugar, hacia algunos grandes pensadores de esta tradición que vos mencionás. En cuanto a intelectuales que puedan dotar a esa formación teórica de algún tipo de praxis política, tal vez todavía no.
Lo que noto es un flujo de ideas; una cierta apertura en algunos ámbitos educativos, en algunos sectores de algunas universidades y en muchos institutos de formación docente que, hace algunos años, eran absolutamente impermeables a cualquier relato que se presentara como cuestionador del viejo mitrismo liberal o, en su defecto, de sus modernos remozadores romerianos y halperinianos.
Noto que hay una inquietud por abajo que, de alguna manera, está ingresando de a poquito en los claustros. No te voy a decir que estamos en el nivel de las Cátedras Nacionales, porque sería una fantasía de mi parte; pero creo que esta percepción también va acompañada de una crisis de paradigma.
Es decir, esta historia social que durante muchos años fue hegemónica en el ámbito de la formación docente o en las líneas historiográficas, también ha encontrado sus propias crisis de paradigmas. Es un paradigma que todavía no ha sido modificado por otro, pero estamos en una época de grandes anomalías y estos debates historiográficos no se dan en el aire, porque nadie piensa en el aire ni las ideas flotan en el vacío. Este reverdecer de una historiografía militante —que se pretende heredera de los referentes del pensamiento nacional que vos mencionabas— no va desacoplado de un clima de época que lo contiene y también lo excede.
—En esta herencia hay una zona de riesgo, que se constituye en el uso —como si se tratara de verdades universales y aplicables a todo tiempo y espacio— de las conclusiones forjadas, con gran originalidad y para los problemas de su época, por una generación de pensadores. Casi puede decirse que corremos el riesgo de ver transformarse aquella producción teórica, que fue indudablemente revolucionaria en su tiempo, en meros clichés.
— Sí, claro. A mí me preocupa muchas veces cuando se habla mucho de Arturo Jauretche o de Raúl Scalabrini Ortiz, pero se los lee poco y se los analiza menos. Yo creo que eso tiene que ver, también, con ciertos tics, digamos, de la intelectualidad de clase media que, por ahí, encuentra como jugoso tomar dos o tres latiguillos y ponerse un barniz nacional y popular, para no ser menos progresistas y reforzar sus diferencias con sectores que son realmente reaccionarios.
Ahora, con respecto a lo que vos planteás, yo creo que todo rescate presupone un balance. Tantas veces le hemos criticado a ciertos sectores de la izquierda argentina esta manía de transportar, calcar o copiar modelos e intentar injertarlos, a contrapelo, en la realidad nacional. Creo que no podemos cometer el mismo error, porque la sociedad argentina indudablemente no es la misma que en los años ’40, ni en los ’70, ni en la época en la que estos autores escribían.
Sin embargo, yo creo que nos ofrecen pistas, claves y herramientas para pensar la realidad nacional con ojos nacionales. En ese sentido, creo que la obra de estos intelectuales sí tiene vigencia. En tanto uno se acerque críticamente a su obra, asumiendo que toda critica implica un balance. Me refiero a un balance capaz de situarlo en su tiempo y lugar superando, también, la siempre vigente demonización que pesa sobre el pensamiento nacional en ciertos ámbitos académicos. Porque tampoco hay que olvidarse que no son pocos los que lo han considerado huérfano de teorías o epistemológicamente insolvente.
—¿Qué opinás de las experiencias de comunicación historiográfica en el terreno de la difusión masiva, como las de Felipe Pigna, Diego Valenzuela o Gabriel Di Meglio? ¿Considerás que han sido experiencias positivas; que han servido como disparador para que las jóvenes generaciones se interesen en la temática histórica? O por el contrario ¿creés que la han bastardeado o tal vez deformado?
— Mirá, yo soy profesor en escuelas secundarias, aparte de hacer algunas otras actividades de investigación y militancia. Y si me preguntás desde ese lugar, te tengo que contestar que sí, que han servido de disparador.
Porque, indudablemente, no se les puede quitar el mérito de haber agitado cierto debate con algunos aportes interesantes. Tal vez esto se aplique más al trabajo de Pigna que al de Valenzuela o al de Di Meglio, que está más bien vinculado a una renovación de los estudios en los ámbitos universitarios sobre el protagonismo de los sectores populares.
Es cierto que cuando uno va a la fineza del planteo, muchas veces se encuentra con más puntos en disidencia que en coincidencia con Pigna. Pero si tomamos como referencia el vacío ideológico de los ‘90, el pensamiento único y la posmodernidad, su aporte es positivo; en función de que hoy, mínimamente, se ha instalado un debate sobre la historia y su papel.
Ahora bien, si nosotros queremos dar un paso y pensamos que la historia es mucho más que un gran relato; si la concebimos como un instrumento, si se quiere, ideológico, en función o acompañado un proyecto político; si creemos que la historia la protagonizaron los pueblos; que no es un depósito de cadáveres y cifras; si tenemos una verdadera concepción nacional, popular, latinoamericana y antiimperialista, vamos a encontrar —indudablemente— algunos límites en este tipo de divulgadores.
jueves, 27 de mayo de 2010
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