domingo, 20 de junio de 2010
SCALABRINI ORTIZ
Por José María Rosa
Escrito en junio de 1964, este notable texto de Pepe se publicó, ese mismo año, como prólogo a El hombre que está solo y espera en la edición de Plus Ultra.
Hace cuatrocientos años se echaba por los caminos de España, a redimir agravios ajenos, defender doncellas y enderezar entuertos, un hidalgo que si carecía de dinero, tenía en cambio sobrados los arrestos. Contra la consternación de amas y sobrinas la prudencia de curas y barberos y la carcajada de bachilleres y duques, don Quijote de la Mancha empezó su peregrinaje arremetiendo a leones, a gigantes, a ejércitos. Pudo triunfar porque las almas de su temple y su imaginación no conocen la derrota.
Como su tatarabuelo manchego, Raúl Scalabrini Ortiz se lanzó, sin reparar en la consternación, la prudencia y la mofa, a una lucha que parecía imposible por la recuperación espiritual y material de la Argentina. Señaló al enemigo, que nadie veía, y contra el imperialismo arremetíó montado en un escuálido jamelgo, enhiesto el lanzón y decidida la fe inquebrantable.
Como su tatarabuelo, no pudo ser vencido. No venció tampoco, pero señaló el cambio invisible y acercó la victoria lejana. Ante Scalabrini Ortiz, como ante el Quijote, los gigantes resultaron molinos, los ejércitos se mostraron rebaños, y los leones rehuyeron la lucha encerrándose en un silencio táctico.
Don Quijote no tuvo discípulos, pero Scalabrini los encontraría. Primero un puñado de jóvenes que escuchaban su palabra en Corrientes y Esmeralda, después cientos en el sótano de FORJA en la calle Lavalle y miles en la redacción de su diario Reconquista. Hoy son millones los argentinos que siguen las huellas de Scalabrini. Todos se sienten sus discípulos en esta Argentina que empieza a surgir.
Como los hombres de su garra, Scalabrini no vaciló en tomar el áspero camino del apostolado sin miedo a la pobreza y sin ambiciones de triunfo personal. Pudo haber sido un gestor de empresas financieras, para las cuales tenía despierta la habilidad y agudo el sentido económico; pudo ser un ingeniero de provecho, director general de ferrocarriles extranjeros o asociado en negocios que explotasen concesiones de servicio públicos. Pudo conseguir fama como escritor de cuentos de imaginación en los suplementos dominicales de los diarios de familia, y triunfar en los círculos literarios con sólida maquinaria de propaganda y estrecha ligazón de intereses con los dueños del país; pudo medrar como lo hacen todos, o casi todos, en esta tierra fácil todavía a los reptadores que callan con prudencia lo que no debe decirse.
No quiso hacerlo, no pudo hacerlo. Era otra su fibra. Luchar por la patria, como don Quijote lo había hecho por Dulcinea, exige sacrificios. Tomó el camino áspero que conduce a los astros y cumplió su destino. Sus libros se agotaron, sus discípulos se hicieron masa clamorosa y a cinco años de su muerte es señalado como el maestro por antonomasia de esta Argentina que empieza a ser nuestra. Fue profeta en la tierra sin nada que evocó en uno de sus libros, y será figura venerada de la patria de mañana, la tierra con todo que presintió.
En El hombre que está solo y espera, Scalabrini analizó al argentino de la década del 30 y primeros años del 40. Es un multígeno, producto del entrechoque de muchas razas, pero de ninguna manera un híbrido; Adán Buenos Aires no puede ser explicado por la materia que lo forma, ni por la índole de la enseñanza recibida. Su corazón le ha permitido presentir la. falsedad de aquello aprendido en la escuela o leído en los editoriales de la prensa cotidiana. Ha comprendido que esa libertad que le dijeron era la patria misma, servia de ganzúa para un dominio extranjero; que esa democracia alabada como un culto, se ejercería sin pueblo en los comicios oficiales y sin voluntad de pueblo en los comités opositores; que esa constitución “la más sabia del mundo”, servía para los barridos y fregados de la minoría gobernante que administraba los intereses foráneos en la tranquila colonia que éramos; que esa historia argentina que le enseñaron presentaba como ejemplos próceres a quienes hicieron posible esa enajenación espiritual y material que lo había reducido a simple espectador, desde Corrientes y Esmeralda; del acaecer político de la Argentina. Ha sabido así que no tiene maestros ni libros; que debe hacerlo todo por sí mismo.
Adán Buenos Aires no traduce su indignación con actos, porque se cree el único descubridor de la verdad. Además se siente frustrado porque muchas veces lo engañaron, utilizaron y defraudaron los hombres en quienes creyó. Ha visto corromperse y capitular a los falsos profetas; ha visto muchas cosas desde su mirador de Corrientes y Esmeralda que lo llevaron a volcarse dentro de sí mismo y sentirse tremendamente solo en la ciudad en apariencia materializada y mercenaria. En esa soledad ensimismada, Adán Buenos Aires alienta esperanzas que no se confiesa; porque no es un vencido sino un escéptico que ignora el camino a tomar. Espera. Está solo y espera.
Es que Adán Buenos Aires, hombre de la clase media argentina, ha despertado al sentimiento de nacionalidad.
Una regla de oro de los estudios sociológicos, enseña que los valores sociales —la religión, el lenguaje, el derecho, la nacionalidad— crecen de abajo para arriba, del pueblo a las clases altas. Nacidos en las capas inferiores, los valores sociales se abren camino hacía arriba en un lento proceso de siglos. La lengua castellana no la inventaron los gramáticos, sino quienes transaban en los mercados o contaban en los mesones de las ciudades de Castilla; Cristo no se dirigió a los doctores de Jerusalén para iniciar su prédica sino a doce pescadores del lago Tiberíades.
De la misma manera el sentimiento de nacionalidad nace en el pueblo y llegará solamente a las clases altas después de un largo transcurso de tiempo. Las "clases educadas" que decía Sarmiento, son las últimas en educarse nacionalmente. Los intelectuales se muestran reacios para comprender el medio donde viven o prefieren aislarse de la realidad popular que desprecian. Algunos carecen del sentimiento de patria y se muestran ligados afectivamente o por intereses con la clase social dominante; otros, al intuir que la patria de retórica enseñada en las escuelas sirve para el dominio extranjero, se refugian en ideologías o antiideologías a las que atribuyen el valor de remedios sociales.
Son muy pocos los verdaderos intelectuales que saben “leer adentro” como lo quiere la etimología de la palabra y llegan a comprender, como José Hernández o Raúl Scalabrini Ortiz, el significado fraternal de la racionalidad y atinan a expresarla en sus poemas o libros. Los otros, o son enemigos naturales de todo movimiento popular, o como decía Martín Fierro (sabedor de que “el fuego pa calentar / debe siempre ir por abajo”) sólo sirven para confundir y “aumentar el fandango / porque están como el chimango / sobre cuero y dando gritos".
Adán Buenos Aires no es un intelectual que haya llegado a comprender nuestro coloniaje por una reflexión de la historia o el presente de los argentinos; tampoco, por desconfianza instintiva, llega a perderse en ideologías o antiideologías, y nada le importa del marxismo o del antimarxismo. Es el hombre de la clase media ganado por el sentimiento de nacionalidad pero que todavía no atina a interpretar derechamente. No sabe aún lo que quiere, pero sabe perfectamente lo que no quiere. Ha llegado hasta él una marea que lo hace distinto a quienes escriben libros, redactan editoriales o peroran en los discursos oficiales, y por eso se cree solo entre millones de argentinos tan solos como él.
Porque la patria que se despertó en él no es la expresión retórica de los intelectuales oficiales ni la ideología o antiideología que pretende reemplazarla: es la auténtica Argentina que viene del fondo de la Historia, se expresó en los orilleros de la semana de Mayo y en los gauchos de los tiempos de la Restauración, y ha seguido su marcha ascendente pese a las persecuciones posteriores a Caseros, pese al “no ahorrar sangre de gauchos”, al “educar al soberano”, al “poblar con razas viriles”.
Esa identificación con “la tierra de los muertos” ha llegado ahora a la clase media a que pertenece Adán buenos Aires, hijo posiblemente de gringos traídos por Alberdi y alumno seguramente de las escuelas de Sarmiento, pero que pisa esta tierra y se siente impregnado del espíritu que puede más que la sangre o la educación. El obrero se sabe multitud en sus sindicato y ha encontrado la certeza en sus convicciones políticas; pero Adán Buenos Aires, hombre de la clase media, se siente desconcertado y se cree solo en la ciudad hostil. Pero espera contra toda esperanza algo que debe producirse, que tiene ineludiblemente que producirse, aunque no sabe bien lo que es.
En esta biblia porteña, como Scalabrini llamó a su libro, hay mucho de la autobiografía de quien se dio cuenta, de golpe, que todo lo aprendido en su juventud no encontraba resonancias en su corazón; que debía construirlo todo, la historia, la política, el porvenir para que no fuesen “gota de agua incoloras, inodoras e insípidas”. Un Adán que había desobedecido las órdenes terribles y probado el fruto del árbol del bien y del mal, que encontró al alcance de su mano, y se supo de repente solo en un falso paraíso, sin memoria de tiempos anteriores que indudablemente habían existido y llevado a su desnudez presente.
Al revés del bíblico, Ortiz no tuvo conciencia da una culpa ni le pareció grato el paraíso perdido. Esperó como su hermano mayor Martín Fierro que “vendrá en esta tierra / algún criollo a mandar” y anunció mesiánicamente el próximo adviento del tiempo venturoso. Adán Buenos Aires es Raúl Scalabrini Ortiz y es también un poco de todos nosotros con nuestra morosidad y nuestro escepticismo, que es sólo pudor para no mostrar a un mundo materializado la hondísima fe que alienta en el fondo de nuestros corazones.
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