martes, 30 de junio de 2009

A VECES, LA MUERTE NO EXISTE


Por Juan D. Perón

En 1993, Enrique Pavón Pereyra (1922 - 2004) publicó su libro Yo, Perón, escrito como si se tratara de las memorias dictadas por el viejo líder en 1974, durante los últimos meses de su vida. No sería raro que haya sido realmente así, puesto que Pavón Pereyra fue su biógrafo oficial (a pedido del propio Perón), lo que le llevó a realizar un registro exhaustivo de las visitas y conversaciones que al General le interesaba documentar.

De Yo, Perón hemos rescatado párrafos que contribuyen al esclarecimiento de aspectos poco madurados por la historiografía del último y breve gobierno de este ilustre patriota latinoamericano. Entre ellos, las relaciones con la Juventud Peronista y Montoneros; la legislación laboral y el sindicalismo o su vínculo con Licio Gelli, el ex premier italiano Giulio Andreotti y la logia P2.

En casi todos los textos —algunos casi predictivos, considerando que falleció el 1 de julio de 1974— brillan los
rastros de su incomparable genio político.


(...) Recuerden que la historia nunca se repite exactamente igual. Lo que primero es una tragedia, vuelve a la realidad como parodia. Si alguna vez llegase a haber otro golpe, el pueblo quedará tan derrotado que la vuelta constitucional servirá solamente para garantizar con el voto popular los intereses del imperialismo y de sus cipayos nativos.

(...) Si realmente tuviera la convicción de que la revolución se escribe con sangre, ya les hubiera dejado el camino expedito a los jóvenes, pero tengo miedo que la sangre que corra no sea exactamente la que ellos creen que debe correr, sino la de ellos mismos. Cuando digo esto, pienso en la infinidad de jóvenes que corren detrás de una consigna que creen revolucionaria, sin detenerse a pensar cuanto posee dicha consigna de carácter realmente popular.

(...) Soy consciente de que me queda poca vida. Bastante me han aguantado y bastante bien sobrellevo esta vida de tensiones que no elegí. Quisiera que antes de morir los argentinos se pongan de acuerdo en el camino a seguir.

(...) Cuando Gelli y Andreotti, vinieron a verme a Madrid para ofrecerme los servicios de la logia que comandaban, yo no sabía bien por que lo hacían, ni cuales eran sus intereses más profundos. (...) Ellos recuperaron el cuerpo de Evita como habían prometido, pero no me cobraron nada. (...) ¡Lógico, una vez en el poder me pasaron la factura! Pretendieron que la P2 manejase todo el comercio exterior del país. Les contesté: "¡Ni loco pago una deuda personal hipotecando la economía nacional!". Vicente Saadi que los conoce bien no me deja mentir. El tuvo siempre un contacto fluido con la logia y sabe cómo se manejan en todo lo referido a las deudas privadas.

(...) Asimismo, se reformó la ley de Asociaciones Profesionales. Esta ley tuvo sentido en tanto benefició a los organismos que trabajaban dentro de la ley para contribuir al mejoramiento social, como fue el caso de la CGT, perjudicando de manera expresa y taxativa las asociaciones que se reunían en forma velada para fines inconfesables y cuyas actividades no contribuían a la paz pública

(...) La juventud fue el nudo central de la discordia. No podía ser de otra manera, nueva gente motivada por nuevos avatares. Todo esto yo lo comprendí en su momento, pero como cualquier ser humano me confié. Creí primeramente que la realidad decantaría los excesos y que si la lucha era por el regreso de Perón, con el hecho consumado se aquietarían las aguas. Pero el proceso abierto fue un torrente que no cerraba sus compuertas (...) Primero comprobaron que yo no pactaría con ellos a espaldas del movimiento sindical.(..) Entonces la emprendieron con los dirigentes. Mataron a Rucci apenas había asumido en el poder. ¡Pero si parecen pagados por la oligarquía para desestabilizarnos!

(...) Hoy hablé con el pueblo, quizá por última vez. Por lo menos así, personalmente frente a frente y desde el balcón... Cada día que pasa lo siento como si fuese el último. ¡Con tantas cosas que necesita la Patria, este pobre viejo ya está pensando sólo en él y su circunstancia!

(...) Quizá tenga razón la gente que dice que por el imperio del destino, yo me he transformado en un ser colectivo, y por ello es que debo ser el único ser humano que espera la muerte con la convicción certera de saber que sobrevendrá de un momento a otro, inminente, impostergable. Por eso hoy me despedí de mi gente, de los grasitas de Evita, de los descamisados del pueblo, de los hacedores de la historia. (...) En esta última tarde, cuando regresé del balcón, advertí que no existe la muerte. No morirá jamás quien pueda sentir lo que yo sentí frente a mi gente. Yo sé que sólo Evita me entendería. Se que cuando alguien muere, desaparece del mundo de los vivos. Espero tener ese raro privilegio, del que goza Evita, de no morir, de permanecer como bandera en ese pueblo que tanto amamos, y al que yo me entrego —descarnado— acatando los designios de la Providencia.

miércoles, 24 de junio de 2009

HISTORIOGRAFIA Y CENTRALISMO


por Juan B. Alberdi

Grandes y pequeños hombres del Plata es una de las obras indispensables del tucumano Juan Bautista Alberdi. Fue publicada en París en 1912, cuando Alberdi ya había fallecido (en Nueilly-Sur-Seine, Francia, 1884).

En ella se desentrañan —con inteligencia e ironía— tres factores clave de nuestra historia en el siglo XIX: el carácter democrático de las montoneras y el caudillismo federal; el centralismo porteño y la manipulación de la historiografía por parte de la burguesía comercial porteña y en la pluma de su mayor exponente:
Bartolomé Mitre.

Hemos seleccionado algunos breves fragmentos referidos al unitarismo surgido de la revolución de mayo bajo el liderazgo de Bernardino Rivadavia—discusión que no se ha dado oficialmente con motivo de “los festejos del bicentenario”— y a la Historia de Belgrano mitrista —considerada de derecha a izquierda como fundacional de nuestra historiografía—, verdadero prototipo de falsificación ideológica del pasado nacional de los argentinos. (También recibe lo suyo Faustino Sarmiento, autor del prefacio a la obra en cuestión).


La revolución de mayo de 1810, hecha por la provincia de Buenos Aires, creó un gobierno provincial, creó el provincialismo, el localismo de Buenos Aires, que dura hasta hoy.

Al principio ese localismo aspiró a gobernar toda la nación; desconocido su derecho en nombre de la soberanía nacional, tuvo que reconocer la soberanía de cada provincia, en el mismo pie que la suya: de ahí los pactos interprovinciales de 1820.

A la aspiración de imponer la autoridad de su localidad a toda la nación, llamó centralismo, unitarismo; y sólo así quiso la unidad.

A la resistencia de la Nación, es decir, de las provincias a someterse al poder local de Buenos Aires, y a constituir un poder general común, central o unitario, llamó Buenos Aires localismo, federalismo. Desde Moreno hasta Mitre, no ha entendido Buenos Aires de otro modo la aplicación de los principios central y multíplice.

Así fue el unitarismo de Rivadavia, y por eso es el hombre de Buenos Aires. Mitre lo llama voluntad de fierro, genio sistemático, hombre de Estado genuino (...) La fuerza de Rivadavia, como la de Mitre, consistió en su debilidad; en no tener sistema; en ceder a la corriente de Buenos Aires y ser fuerte por ella y para ella.

¡Genio sistemático! En 1812 es tan republicano que quiere arrojar una botella sobre la cabeza de San Martín, al oírle hablar en favor de la monarquía: y dos años después va a negociarla a Europa.

En 1812, como secretario del Triunvirato, da un golpe de estado contra la Constitución sancionada por la Junta conservadora, cuerpo legislativo nacional, y disuelve a ese mismo cuerpo apoyándose en la autoridad de la municipalidad de Buenos Aires. Con ese poder local da un Estatuto provincial para toda la nación autoritariamente.

El gobierno de tres, hijo de sí mismo, abolió las juntas que representaban a las provincias, y se proclamó representante único de todas ellas, por la voluntad de la municipalidad de Buenos Aires. Enseguida echó de Buenos Aires a los diputados de las provincias que allí había. Enseguida de esos actos de revolución del localismo de Buenos Aires contra la Nación, va en busca de la unidad monárquica a Europa,

No consigue la monarquía, es decir, la unidad; y en 1820 vuelve a ser secretario del localismo de Buenos Aires y lo constituye en paño de la Nación hasta hoy.

Ese gobierno de una provincia representativo de toda una nación, que no asiste a su creación, es el sistema representativo que tiene a Rivadavia por autor en el Plata.

Para corolario de ese sistema representativo, mató los cabildos o municipalidades, que eran la representación tradicional del pueblo, en lugar de reformarlos, y los reemplazó por funcionarios impuestos al país por el gobierno: ¡como si los cabildos se pudieran resucitar!

(...) La revolución de mayo de 1810, hecha por Buenos Aires, que debió tener por objeto único la independencia de la República Argentina respecto de España, tuvo, además, el de emancipar a la provincia de Buenos Aires de la autoridad de la Nación Argentina o más bien el de imponer la autoridad de su provincia a la nación emancipada de España. En ese día cesó el poder español y se instaló el de Buenos Aires sobre las provincias argentinas. El tratado con España ha cerrado la revolución en ese sentido.

Fue una doble revolución contra la autoridad de España y contra la autoridad de la Nación Argentina. Fue la sustitución de la autoridad metropolitana de España por la de Buenos Aires sobre las provincias argentinas: el coloniaje porteño sustituyendo al coloniaje español. Fue una doble declaración de guerra: la guerra de la independencia y la guerra civil.

Esta apreciación no es arbitraria; es literalmente histórica y consta en todos los actos y documentos que forman la vida moderna de la República Argentina.

El 25 de mayo de 1810, el pueblo de Buenos Aires reemplazó el poder general del virrey por una junta a la que dio el mismo poder provisionalmente y en tanto que la Nación entera no mandaba diputados, que se convocaron para constituir un gobierno común, general y central.

Ese mismo día y en ese acto, el pueblo de Buenos Aires decretó una expedición a las provincias para proteger su libertad, la cual abrió la campaña antes que vinieran los diputados, sobre el Alto Perú, sobre Montevideo y el Paraguay: ella tenía dos objetos: destruir la conquista de España; fundar la de Buenos Aires en las provincias. Proteger la libertad de las provincias quería decir imponerles la autoridad de la Junta local de Buenos Aires, por la espada.

Mitre confiesa este sentido de la protección decretada. (Historia de Belgrano, T. I, pág. 380). Era la conquista, como la llamó Belgrano.

Ni Montevideo, ni el Paraguay, ni el Alto Perú así protegidos en su libertad, son hoy provincias argentinas.

Las que tuvieron que quedar argentinas por su situación topográfica, han soportado el protectorado intermitente de los ejércitos de Buenos Aires durante cincuenta años, y hoy mismo lo soportan. Es el mismo protectorado en favor de la libertad de las provincias decretado por el
pueblo de Buenos Aires el 25 de mayo de 1810 y repetido hasta 1862. Con razón quiere tanto Buenos Aires ese día, y con razón las provincias prefieren el 9 de julio, en que se emanciparon de España sin someterse a Buenos Aires.

Para Buenos Aires, Mayo significa independencia de España y predominio sobre las provincias: la asunción, por su cuenta, del vasallaje que ejercía sobre el virreinato en nombre de España. Para las provincias, Mayo significa separación de España, sometimiento a Buenos Aires; reforma del coloniaje, no su abolición.

Ese extravío de la revolución, debido a la ambición ininteligente de Buenos Aires, ha creado dos países distintos e independientes, bajo la apariencia de uno solo: el Estado metrópoli, Buenos Aires; y el país vasallo, la República. El uno gobierna, el otro obedece; el uno goza
del tesoro, el otro lo produce; el uno es feliz, el otro miserable; el uno tiene su renta y su gasto garantizado; el otro no tiene seguro su pan.

En el principio de la revolución sirvió de pretexto o de motivo a Buenos Aires para abrogarse toda la dirección del poder nacional, quitándolo a los pueblos, la impericia de éstos y el peligro de debilitar la acción revolucionaria delante del enemigo español. En nombre de ese enemigo, más de una vez los pueblos aceptaron el vasallaje y la arbitrariedad de Buenos Aires, como una necesidad de la revolución de la independencia.

Después que ese peligro, convertido en arbitrio ordinario, dejó de existir, Buenos Aires invocó otros del mismo género, para ejercer él solo el poder de toda la nación, revolucionariamente. Tal sucedió cuando la guerra del Brasil, cuando la cuestión francesa, y sucede hoy con motivo de la cuestión hispanoperuana.

De ese falso peligro exterior, Buenos Aires hizo un cuco con que acalló a las provincias y las hizo admitir en silencio su vasallaje, en nombre de la independencia de la patria.

En nombre de la independencia extranjera las ha tenido bajo su dependencia doméstica.

Esos dos motivos eran dos pretextos.

Si la centralización del poder era indispensable a la fuerza requerida por la lucha contra España, excluir a la Nación de toda intervención en su gobierno era el medio de centralizarlo.

Buenos Aires, a este respecto, confundía dos cosas diferentes: tomaba el poder de la nación, como el poder en muchas manos; y el poder de la sola Buenos Aires para toda la Nación, como el poder centralizado. Esto era un sofisma impolítico y pequeño. El poder de la Nación entera podía estar en un solo hombre, presidente, dictador o emperador.

La democracia, es decir, la soberanía del pueblo estaba salvada sólo con que el jefe supremo derivase en poder de toda la Nación y gobernase en su nombre y en su interés.

Si un congreso hablador y bisoño era un estorbo, no lo era su jefe único, elegido por la Nación en esa forma.

Pero Buenos Aires pretendía que no habría otro medio de centralizar el gobierno, para darle fuerza, que tomarlo ella sola en sus manos (estuviese en tres o en un individuo) y excluir a la Nación de toda participación en el gobierno hechura de Buenos Aires.

Si la exclusión de la Nación de toda participación en su Gobierno era necesaria para su salvación, ¿en nombre de qué principio se hacia la revolución? ¿Cómo ni para qué hacer independiente a una nación incapaz de gobernarse por sí? ¿Cuál era, entonces, la democracia, la soberanía nacional, en cuyo nombre se erigía el gobierno de Mayo? ¿Era sólo el pueblo de Buenos Aires capaz de ejercer su soberanía y su independencia? Esto era decir que el resto del país debía seguir en la condición de colonia no ya de España, pero sí de la metrópoli porteña.

Por extraordinario e increíble que esto parezca, esto sucedió desde el principio de la revolución y esto sucede hasta hoy mismo. El modo de disfrazarlo ha cambiado con el tiempo; pero el hecho disfrazado es más menos el mismo. Los pretextos se suceden a los pretextos según las circunstancias y los tiempos; pero Buenos Aires no sale de su 25 de mayo, es decir, de la idea de un gobierno de Buenos Aires elegido por la sola Buenos Aires para gobernar toda la Nación y en el interés exclusivo de Buenos Aires (sin perjuicio del gasto indispensable para el sostén de la colonia, para la mantención del esclavo, para la nutrición de la bestia productora, bien entendido).

No hay un libro de historia, no hay un documento de la revolución, que no contenga la prueba de esta verdad, si se leen con otros ojos que los de Buenos Aires. Desde la acta capitular del 25 de mayo de 1810, hasta el tratado con España de 1863; desde la primera historia hasta la de Mitre, todas demuestran que la revolución no fue otra cosa que la destrucción del poder español y la creación en su lugar del de Buenos Aires en las provincias.

PARASITISMO REPUBLICANO

Raspail encontraba en el parasitismo (raza de animales que viven en el hombre y del hombre) el principio de las enfermedades que lo destruyen y matan. Si esta teoría no es verdadera en el hombre, ella es de la más alta verdad aplicada a la explicación de los males que afligen al cuerpo social de las repúblicas de América.

Ellas son víctimas de un parasitismo o raza de nulos, que viven de la vida póstuma de los muertos ilustres. Eso no es nuevo en la historia de las aristocracias y de las monarquías. Eso constituye, al contrario, casi su esencia; el poder de los hijos tiene por pedestal la gloria de sus padres, y, por esa ley, un solo grande hombre hace otros tantos hombres ilustres, de cuantos sucesores llevan su nombre.

Pero es raro que de ese hecho, de que es una protegía la república, es decir, la igualdad, según la cual vale cada uno según su capacidad, cada capacidad, según sus obras; es raro que el parasitismo renazca desfigurado en las entrañas de la república misma.

Así, Balcarce vive de los apellidos de su familia; Saavedra no tiene otro título. Mitre carecía de padre célebre y Belgrano carecía de hijo; Mitre entonces se apoderó de Belgrano y se constituyó su hijo adoptivo escribiendo su vida y haciéndole su hombre y su propiedad. Desde entonces quien dice Belgrano dice Mitre por más que Mitre no signifique Belgrano.

Salidos de un origen los parásitos se confunden y atraen con afines en el saco de celebridad.

Si Mitre se ha parado sobre la estatua de Belgrano para hacerse visible, Sarmiento se para encima de Mitre, o sobre los dos, con la misma mira. Como en sus Recuerdos de Provincia, se ha colocado sobre un grupo. Como hijo de los Andes ama las alturas. Allí, hace de su familia una Columna de Vendóme, y se coloca él a su cabeza, como la estatua de Napoleón. En esa columna hace figurar al Deán Funes, que murió de ochenta años, como descendiente de Sarmiento en tercera línea.

Habiendo dicho él que Belgrano no era un grande hombre. sino un grande espejo. Mitre se ha parado delante de ese grande espejo, vestido con "las armas del guerrero", y se ha puesto a hacer evoluciones militares para lucir su figura. Belgranizado en su espejo, ha vuelto a dar las batallas de Vilcapujio y Ayohuma, pero dejando a su héroe entre los vencidos por ineptos.

En el espejo en que se mira toda una época, bien podemos mirarnos a la vez los dos que no somos sino dos acontecimientos, dijo Sarmiento, y se puso a su lado. Así es empleado el lustre de Belgrano; como espejo de Sarmiento y Mitre, como instrumento de su vanidad. De su estatua hacen su pedestal, y no se paran en ella sino para hacerse visibles.

Y para recomendarse a sí mismos, sus hechos, su época, rebajan a Belgrano, lo presentan como su inferior, por el lado de sus pretendidos defectos.

En lugar de elevarse a las virtudes y calidades de Belgrano, imitando su modestia, rebajan al héroe a su nivel de ellos, critican sus faltas, publican sus procesos, hablan de sus flaquezas y defectos, para mostrarse ellos superiores en saber militar, en política, en energía de hombres de Estado.

El general Mitre, que ha usado mas de veinte escarapelas, combatiendo, por la pluma y por la espada, para vivir, en países que no eran su país, por causas que no eran su causa, por cuestiones en que era extranjero y no tenia más interés que el del salario que recibía por su intervención mercenaria; Mitre, peleador de las guerras civiles de Montevideo, Bolivia, Chile, República Argentina, etc., se compara con Belgrano, figura simple, grave, honesta, dignísima, siempre ilustrada por sus servicios en la gran guerra y en la grande época de la Independencia de América.

martes, 2 de junio de 2009

JUNIO DEL '43: ALGO MAS QUE UN PROLOGO


por Luis Alberto Murray

En un notable artículo, Julio Fernández Baraibar informa que "Luis Alberto Murray fue un peronista, católico de firmes convicciones, con importantes incrustaciones anarquistas, admirador de León Trotsky y de Gilbert Keith Chesterton, poeta y cuentista, gran amigo de la Izquierda Nacional y un extraordinario bebedor de Old Smuggler".

Murray, que falleció en 2002 a los 79 años, también escribió dos libros imprescindibles ("Pro y contra de Alberdi" y "Pro y contra de Sarmiento"); integró las redacciones de Crítica, Democracia, Vea y Lea, El Pueblo, Confirmado, Mayoría, Télam y Clarín. Fue director del semanario La Hipotenusa y, en su juventud, integró el Grupo Obrero Revolucionario que lideraba Liborio Justo.

Esta lúcida e imperdible crónica de las jornadas históricas de 1943 fue publicada en el nro. 4 de la revista Sudestada, que dirigía José María Rosa, el 4 de agosto de 1987.


Mediodía del 4 de junio de 1943. Quienes recorrían la Plaza de Mayo miraban con curiosidad, yendo a sus ocupaciones habituales, hacia la Casa de Gobierno, hervidero de tropas en nervioso trajín. El edificio del Banco de la Nación, sólo a medias construido aún, exhibía en sus huecas ventanas soldados en actitud de alerta entre bolsas de arena.

Nadie entendía nada. Menos, todavía, quienes contábamos veinte años, hipnotizados como estábamos los porteños de cierto nivel cultural por motivaciones de "izquierda" o "derecha", que no eran aquí otra cosa que máscaras de la subordinación de la Argentina a los Aliados o al Eje, en plena carnicería casi universal.

El único signo, si no de entusiasmo ante el movimiento castrense, de repudio a lo que él acababa de desplazar, fue el vuelco e incendio de algunos ómnibus de la Corporación de Transporte, monopolio inglés impuesto por Justo y bendecido por Ortiz.

El Ejército y la Armada habían dispuesto al presidente en ejercicio Ramón S. Castillo, veterano conservador catamarqueño, no encenegado en el fraude electoral, prestigioso profesor universitario y patriota decidido, pero también obsesionado por imponer la candidatura del "impotable" Robustiano Patrón Costas, uno de los dependientes amos criollos del azúcar.

En las calles céntricas -y exclusivamente por su mantenimiento de la neutralidad en la guerra ajena sólo defendía a Castillo la Alianza Libertadora Nacionalista conducida por Juan Queraltó. Civiles fueron las únicas bajas de aquella insurgencia militar: varios ocupantes de un colectivo que pasaba junto a la Escuela de Mecánica de la Armada cuando se produjo por error, informaron un tiroteo con efectivos del Ejército.

El trato dispensado a Castillo, fue cortés. Como sucedería mucho después con Arturo Illía, no se lo encarceló, a diferencia de lo ocurrido a los también electos Yrigoyen, Frondizi y María Estela Martínez de Perón.

Tras unas horas de navegación en el estuario, se lo dejó en su domicilio. El 4 y al siguiente día, el general Arturo Rawson, simpatizante de los radicales "galeritas" (Alvear había muerto un año antes) y partidario de alinear al país en el bando imperial, pugnó en vano por ser el presidente provisional. En su lugar lo fue el propio ministro de Guerra de Castillo, general Pedro Pablo Ramírez, de mentalidad considerada nacionalista.

El periodismo no acertó en sus cautelosos pronósticos. "Noticias Gráficas", basándose el 5 en la aún no frustrada candidatura de Rawson, definió al movimiento como "respetuoso de la democracia", lo que en el discurso político de entonces significaba el sometimiento incondicional a Gran Bretaña y, en menor medida, a los Estados Unidos.

Pero pronto se supo que el propósito de las fuerzas armadas no era terminar con la neutralidad, sino refirmarla con el vigor de que carecía, debilitado políticamente hasta la extenuación, el solitario gobernante depuesto.

Asistimos a curiosas novedades. Radio del Estado, en cadena con todas las demás emisoras del país, difundía durante una hora decretos y editoriales, con énfasis y desafío. Antes y después resonaban las marciales notas de una marcha finalmente llamada "4 de junio". Esa única hora era la única excepción en un medio totalmente "privado", en no pocos casos sinónimo de extranjero.

El informativo oficial se daba el gusto de romper lanzas, casi todos los días, con un matutino "liberal" al que mencionaba por su nombre (actitud hoy en desuso). Se inició proceso por "desacato a la nacionalidad" a un imperceptible escritor que se permitía descreer de las virtudes gauchescas. Un fiscal que recibió un documento de identidad extraviado por un teniente coronel en un alojamiento no precisamente familiar, le entabló juicio por adulterio.

La etapa iniciada aquella neblinosa mañana de 1943, no fue fácil ni divertida. Con el tiempo, y merced a aciertos de gestión mezclados con errores y contradicciones, apreciaríamos que fue necesaria. No se redujo a un mero "prólogo a Perón", como aún creen algunos olvidando o menospreciando las realizaciones intrínsecamente "junianas".

Uno de los escasos políticos que entonces vio claro fue Arturo Jauretche, a quien lo anecdótico no distraía de lo esencial, y que venía clamando, como otros argentinos angustiados y furiosos, por una reacción militar de signo y contenido nacional que compensara e hiciera olvidar el 6 de septiembre de 1930. Saludó el pronunciamiento sin la mística mesiánica del nacionalismo de "derecha" y sin ilusiones, pero lo saludó.

Coexistieron en los equipos de Ramírez pronazis, probritánicos, agentes yanquis, neutralistas consecuentes y nacionales "propiamente dichos". Algunos de éstos, ya sin partido, cooperarían en la creación del peronismo.

Las agrupaciones políticas "tradicionales" olfatearon enseguida que aquel gobierno no las amaba, y correspondieron a tamaño desdén -sin precedentescon notable simetría. El general Carlos von der Becke demostró en el Círculo Militar la "absoluta imposibilidad de un desembarco aliado en Normandía", práticamente a la misma hora en que éste había comenzado, según pudo saberse poco después. En 1955 presidió el tribunal "de honor" que privó a Perón del grado y el uniforme... Dos patéticos ejemplos de su ligereza como profeta.

La marcha de la contienda mundial, y la ya inocultable importancia adquirida por el coronel Juan Perón en los mandos militares y cargos de gobierno, se tradujeron en el relevo de Ramírez por el general Edelmiro J. Farrel. El desplazado había tenido que asimilar en silencio un episodio incómodo: la intervención de Tucumán, toda ella nacionalista, "fusiló" el retrato presidencial antes de irse dejando la bandera a media asta, por la declaración de guerra de Alemania, con el Japón rendido e Italia "fuera de combate".

No es arbitrario asignar al régimen "juniano" los siguientes aportes:

• La tímida, precaria sustitución de importaciones a causa de la guerra en los mares, devino nacimiento de la industria argentina pesada. Fabricaciones Militares, hasta entonces poco más que un sello, se convirtió en hada tutelar del acero nacional. Con el general Savio alcanzaría, en la primera presidencia de Perón, niveles comparables a los actuales.

• El Ejército ocupó la franja vacante, por dejación del empresariado industrial nativo, en sectores decisivos del desarrollo.

• La dinámica social tuvo un portentoso impulso por parte del consabido coronel que asumió las tres oficinitas del Departamento Nacional del Trabajo con más entusiasmo y orgullo que la Vicepresidencia y los ministros de Guerra y Relaciones Exteriores.

• Con autoritarismo en ciertos casos cavernario, se reivindicaron sin embargo valores de la nacionalidad vinculados con la religión, el idioma, la cultura, las artes y letras, la investigación histórica y antropológica.

• En lo hechos, y sobre la marcha, se concretó lo que después se dio en llamar "alianza popular-militar", sin la cual (nada que ver con "pacto" alguno) no hubiese llegado Perón a la presidencia ni permanecido en ella hasta septiembre de 1955.

A nuestros veinte años no saludamos el 4 de junio de 1943 porque, siendo políticamente populares, no éramos todavía del todo nacionales. Desconfiábamos de unas fuerzas armadas en apariencia idénticas a las de 1930. Pero en 1946, al dejar la Casa de Gobierno el general Farrel, ya habíamos entendido y aprendido algo.